Definitivamente, hay que creer en los milagros. Pablo Berger sólo había hecho un filme como realizador, la curiosa Torremolinos 73, pero ahora se destapa, nueve años después de aquella opera prima, con esta notabilísima recreación, tan personal, del cuento de Blancanieves, ambientado en una España, una Andalucía, tan de pandereta como esperpéntica. Pero se toma el tópico como quintaesencia, no hay intención de hacer realismo ni costumbrismo, sino de crear casi ex nihilo.
Veamos: Berger plantea una moderna visión del cuento de los hermanos Grimm, situado en las tres primeras décadas del siglo XX en una España onírica, fantasmagórica, donde los personajes, quizá al pairo de lo que supone la textura de una película muda, tienen expresiones un punto exageradas, que convienen al tono espectral de este cuento cruel que a ratos combina elementos también de otro sádico relato infantil, la Cenicienta.
La protagonista, hija de torero que queda tetrapléjico por una cogida en una plaza de toros, habrá de sufrir las sevicias que su madrastra (Madrastra, tendríamos que escribir: Maribel Verdú es a la vez la Bruja del cuento de Blancanieves y la Madrastra de Cenicienta) le inflige, hasta que, dejada por muerta por el chófer/amante/chico para todo de la nueva mujer de su padre, será encontrada por seis (sí, seis; el séptimo debió quedarse por el camino; o simplemente es una forma de marcar distancias con los Grimm) enanitos, que se ganan la vida haciendo parodias de corridas en las plazas de toros.
A partir de ahí la historia de Berger, aun manteniendo un nivel de proximidad reconocible, explora nuevos terrenos, hasta terminar en un final, que obviamente no revelaremos, tan distinto al conocido, de una tristeza como pocas veces hemos visto en una pantalla.
Berger opta, muy atinadamente, por una atmósfera entre expresionista y gótica, con toques raciales, dada la ambientación, y toda la historia está recorrida de una apariencia como de sueño, o pesadilla, que la redime de cualquier tipo de infantilismo o concesión a la galería. Casi tanto mérito como el director Pablo Berger tienen los productores que se han embarcado en un proyecto que, a priori, era poco menos que disparatado, con escasas posibilidades de recobrar lo invertido.
Ha dicho Pablo Berger que The Artist les ganó por la mano pero también les abrió la puerta. Es posible que el éxito en los Oscar de 2011 del filme de Michel Hazanavizius haya facilitado la culminación de la película de Berger, pero también es cierto que éste es un proyecto de hace varios años, que no ha surgido oportunistamente al calor del rotundo triunfo de la oscarizada película silente francesa.
Y lo mejor de esta nueva, y tan distinta, versión del cuento de los Grimm, es la rara capacidad visual que demuestra Berger, su extraordinaria facultad para la elipsis, para explicar sin palabras, sólo con gestos o con unos fotogramas en flashbacks, los sentimientos, las emociones, las más profundas sensaciones de sus atribulados protagonistas. Hay un momento que a mí me parece totalmente definitivo de lo que supone el filme, aquél en el que la aún niña está jugando en el regazo de su padre tetrapléjico: como él no puede mover los brazos, es ella la que le toma la mano y se la coloca por encima de su hombro, como si la estuviera abrazando. Esa misma posición la repetirá más tarde, más elaboradamente, en el momento de la muerte del torero y la sesión de fotografías siniestramente fúnebres que se realizan sus deudos con el difunto, pero la primera, siendo más simple, sencilla, casi de pasada, es infinitamente más poderosa, un cañón emocional de proporciones colosales.
Entre los intérpretes destaca Macarena García, con un papel bombón, ciertamente, pero cuyas notables aptitudes actorales no se habían puesto de relieve en las series televisivas en las que hasta ahora había desarrollado su carrera. Maribel Verdú está inmensa en su papel de enfermera, nueva esposa, madrastra, bruja, asesina, sádica mujer carente de emoción alguna más allá de su propia egolatría, de su propia vesania. Entre los secundarios me quedo con el gran José María Pou, en uno de esos personajes absolutamente perversos que él, de vez en cuando, nos regala, con un aspecto como de villano del cine mudo de los años diez (del siglo XX, se entiende) que entronca perfectamente con aquel venero del que este filme bebe (aunque también de toda la experiencia posterior del cinematógrafo) sin recato alguno.
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