Rafael Utrera Macías

La corrida de toros se irá pues modificando en perjuicio de su herencia agraria y en beneficio de una concepción y estructura más urbana. Es decir, cuanto se pierde de primitivismo e improvisación, se gana en ordenación, organización y estética. Hacia la mitad del siglo XIX es, pues, cuando la tauromaquia se institucionaliza o, dicho de otro modo, cuando el gobierno toma las riendas y el control de su organización y desarrollo; a ello fueron interesados no sólo los artífices de la fiesta, matadores y toreros, sino todo un mundo de profesionales que iban desde apoderado a monosabio, desde varilarguero a mozo de espadas y un largo etcétera. Acaso, desde entonces, se pregone y anuncie la celebración de la corrida anteponiendo la premisa “con permiso de la autoridad competente”; luego vendrá el añadido de “…y si el tiempo no lo impide”. Precisamente, en 1836, Paquiro había publicado “Tauromaquia completa”, un minucioso reglamento donde se articula desde la muerte del toro hasta el espacio habilitado para el público. Con razón se le ha llamado “diestro legislador”; su figura fue inmortalizada en el retrato pictórico ejecutado por José Domínguez Bécquer.


Un adelantado del animalismo: la corrida de toros según Larra

Frente a este ambiente de poner la corrida en orden, juicio y razón, no pueden faltar quienes la critiquen por sus evidentes signos de barbarie y crueldad. Veamos algún ejemplo. Mariano José de Larra publicaba en “El duende satírico del día” (1828) el artículo “Corridas de toros”;  en el pasado de las mismas, veía el autor “una prueba del valor español” pero, en el presente, “sólo lo son de la barbarie y ferocidad”; ese animal, “tan bueno como hostigado”, es quien lidia con “dos docenas de fieras disfrazados de hombres” cuyo “heroísmo” es, puramente, “mercenario”; y, tras otras consideraciones semejantes, remata su escrito, en referencia al público, con  durísima comparación, en la que “los velados instintos del enfervorecido gentío, hoy lo están ante el sufrimiento del animal, como ayer, ante una ejecución o un acto de fe”.  

Diez años después del artículo de Larra, el “Semanario pintoresco español” publicó, en 1838, dentro de su habitual sección “Costumbres provinciales”, una narración titulada “La novillada”, firmada con las iniciales V.P.  El autor pasa por un pueblo -camino de Toledo a Andalucía- y, con su acompañante, se para para ver correr los novillos en las fiestas del santo patrón local. Acaso lo de menos sea la lidia de los astados; lo demás, el espectáculo ininterrumpido que los mozos del lugar organizan tanto en las calles como en los tendidos del “coso”, donde se da rienda suelta a los primarios instintos de unos y otros. Saciados estos y aquellos, sale al ruedo “el tío Jabalí”, figura gigantesca y de “espantosa catadura” que, tras dos zancadas, se enzarzó con la bestia, y poco tardó en meterle los dedos por la nariz y torcerle el pescuezo; la res quedó maltrecha en el suelo y el público vitoreó al “héroe”. Semejantes actuaciones se harán frecuentes en la literatura costumbrista popular y llegarán a nuestros días bajo formulas relativamente cercanas a las mencionadas. En la película que comentaremos en próximo capítulo, Los clarines del miedo, encontraremos algún personaje y diversas situaciones perfectamente emparentables con las anteriormente mencionadas.


De Fernán Caballero (“La gaviota”) a Arturo Reyes (“Cartucherita”)

Todavía en el segundo tercio del XIX, novelistas como Fernán Caballero conformará su novela “La gaviota” (1849) con un personaje llamado Pepe Vera, torero que, al parecer, se corresponde o inspira en José Redondo, “El Chiclanero”, un digno sucesor de Paquiro. La autora parece combinar en el personaje los rasgos mantenidos por la tipología romántica y, al tiempo, las personales características de un torero tan marchoso como seductor, que morirá ensartado en las astas del toro, a la vez que un prologado grito será lanzado por “millares de voces humanas”.

Otros ejemplos pueden ponerse vinculados a esta parte del siglo, tales como “Pepe-Hillo. Memorias de la España de pan y toros” (1871), de Julio Nombela, “Las glorias del toreo” (1879), de Manuel Fernández y González, y “Cartucherita” (1879), de Arturo Reyes; en estas, como en otros títulos de la época, se ponen de manifiesto, tanto las habilidades profesionales del diestro como su poder seductor entre la sociedad que le admira, ya sea Costillares, Pedro Romero o el citado Pepe-Hillo. Los finales de “La gaviota” y de “Cartucherita” son muy semejantes; no en balde, Tierno Galván estimó que los toros son “el único acontecimiento” donde “la muerte es por sí misma espectáculo”. Y Baroja, en “La busca”, desliza una descripción sobre una corrida “donde no se notaba más que el miedo del torero y la crueldad cobarde del público”. Como puede verse, los juicios sobre la fiesta oscilan entre la admiración por la misma y la crítica más adversa.


El siglo XX. Los éxitos de Blasco Ibáñez

El comienzo del siglo XX aporta novedades en el género novela: Héctor Abreu publicará dos títulos, “El niño bonito” y “El espada. Novela del toreo” (1905), y Vicente Blasco Ibáñez “Sangre y arena” (1908). Por ciertas coincidencias entre ellas, alguna publicación contemporánea se preguntaba si había “imitación” por parte del valenciano o era simple “coincidencia”; Abreu era un gran conocedor de la fiesta mientras que Blasco parece mantener un mayor desconocimiento y distanciamiento hacia ella; Cossío le criticó haber incurrido en “errores imperdonables”. En cualquier caso, hay focalizaciones diversas y de signos opuestos sobre la fiesta, desde los aspectos brutales de la corrida a la belleza de determinadas situaciones tanto en el ruedo como fuera de él; del mismo modo, sobre los cambios sociales del matador que sale de una evidente miseria sociolaboral y se encumbra en lo más granado con posesiones agrícolas y ciudadanas. En un principio, el autor describe esos comienzos llevados a cabo “… en la plaza del lugar, cerradas con carros y tablaos, soltábanse toros viejos, verdaderos castillos de carne llenos de costras y cicatrices, con cuernos astillosos y enormes (…); la gente buscaba motivos de diversión, más aún que en el toro, en los toreros venidos de Sevilla”. Pero el “Torero nada más que torero” no dejaba de bullir en la cabeza de Juan Gallardo; al igual que ese sonsonete que se repetía queriéndolo o sin querer: “Matar toros o morir. Ser rico”.

Y, tras ello, la búsqueda de otros valores sociales y, paralelamente, la relación con la mujer, con las mujeres, hasta el descubrimiento de doña Sol y su aspiración a codearse con ella no sólo en el ámbito social sino en el amoroso. No todo discurrirá como el artista quisiera. Volverá a darse una nueva situación semejante a la de “la mujer y el pelele”. Y Blasco planteará dos situaciones paralelas que, más pronto que tarde, afectarán profundamente a Gallardo: el distanciamiento de doña Sol, para quien el juego ha terminado, y la progresiva decadencia profesional del famoso lidiador, que acabará entregando su cuerpo al enemigo, en una cogida mortal, mientras la dama contempla, acompañada de otro varón, los finales trágicos de la corrida.

Blasco, interesado por el cinematógrafo desde los comienzos de este, encontró en Hollywood un cliente interesado en su producción literaria. Junto a algunos encargos expresamente hechos para su filmación, el escritor pudo ver convertidos en celuloide tanto Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1921) como Sangre y arena (1922), dirigidas respectivamente por Rex Ingram y Fred Niblo. El popular galán Rodolfo Valentino interpretó el principal papel en una y otra.


Nuevas sensibilidades. Rechazo y crítica a específicos elementos de la fiesta

Las nuevas sensibilidades sociales que van surgiendo en el transcurso de los tiempos y en el cambio de los siglos, así como los modernos hábitos urbanos, rechazan y critican duramente determinados aspectos de la fiesta, entre ellos cuantos se ceban en los animales complementarios a la lidia, especialmente el caballo, que sufre, tanto en la suerte de varas como en las cornadas recibidas en el vientre, dejando las tripas al aire cuando no sobre el propio albero. Si el trabajo del picador se mantiene en los mismos márgenes que hace un siglo, el peto protector colocado al caballo parece liberar al equino de heridas de mayor o menor enjundia y, a los espectadores, de detalladas anatomías que suelen liberarse por donde el toro ha sido capaz de destrozar.

Pero el camino hacia las variantes negativas de la corrida y su amplio y complementario mundo, serán motivo censurable y capaz de ofrecerlo en modo de acerba crítica. Pondremos algunos ejemplos: López Pinillos (“Parmeno”) con su novela “Las águilas. De la vida del torero”, donde el espada está lejos de ser un hombre heroico y, aún menos, apasionado por un arte; muy al contrario, está tan apremiado por la necesidad como un antiguo gladiador. Y frente a novelas anteriormente citadas, prescinde el autor de un segmento social como ricos hacendados, de una parte, y de otra, de la mujer de poderío, personalidad y aristocrático linaje, a fin de organizar las esperadas tribulaciones sentimentales -de muy variado calibre- entre el torero y sus amigas/amantes. Pero la atención del lector gira, sorpresivamente, cuando el espada no es sorprendido por la cornada del toro que finaliza en muerte, ni tampoco por el suicidio voluntario dejándose coger entre los pitones del astado; Parmeno lleva a su personaje a un cuarto de hotel y allí, en solitario, se libera de la vida ante una simbólica cornamenta que tiene tanto de frustración como de desencanto. El “tremendismo” de López Pinillos anticipa el “esperpento” de D. Ramón y, más adelante, cierta retórica que tendrá en Cela a su representante.

Como dice González Troyano, desde este momento se van a “resaltar los ambientes en los cuales la fiesta de los toros aparece como más degradada, más antiheroica, con todo su legado negro de capeas, novilladas pueblerinas, con sus brutalidades y víctimas, y con marcada preferencia por el mundo rural, visto todo ello con una óptica desfiguradora y desorbitada, a hacer hincapié en lo grotesco o en lo agrio, como forma de dar cuenta de la realidad nacional”. La película Los clarines del miedo contiene personajes y secuencias que responden, cinematográficamente, a las opiniones anteriores.

Ilustración: Cartel de la película norteamericana Sangre y arena (1922), de Fred Niblo, sobre la novela homónima de Vicente Blasco Ibáñez.

Próximo capítulo: El torero en la literatura y el cine españoles. De la crítica de Noel a la novela de Pérez Lugín. De “La última corrida” (E. Quiroga) a “El último torero” (J. Pérez Ordóñez) (III)