Rafael Utrera Macías

Una corrida de toros, celebrada en coso de primera, ofrece el triunfo de un torero. No es más que el sueño de Rafael García, “Filigranas”, que, junto a su sobresaliente de espada, Francisco Hernández, “Aceituno”, ha venido a las fiestas de El Tarnejo para lidiar esta tarde, en improvisada plaza de carros, un novillo de muerte tras la vaquilla embolada “toreada” por los mozos del pueblo.

Los diestros, siempre acompañados por dos miembros de la comisión de festejos que cuidarán de la posible huida de éstos, van conociendo a distintas personas del lugar. El Raposo es el líder de los mozos y el bruto oficial que controla las situaciones y las lleva a término mientras que Juanito, hijo del médico y calavera local, tiene por novia a Antoñita y por entretenida a Fina. Ésta animará a “Filigranas” deseándole suerte y se distanciará de “Aceituno” porque busca en ella “lo que cualquier hombre”. Con ambos paseará por el real de la feria y participará en atracciones; acabará recibiendo sonora bofetada de un celoso amante incapaz de soportar las deferencias que la muchacha admite de los héroes del día.

La forastera banda de música, las mocitas casaderas, las fuerzas vivas, la comisión organizadora, los parroquianos de la taberna, los brutos mozos, el vulgo municipal, la chiquillería novelera, conforman un abigarrado conjunto de prototipos rurales y personajes singulares.

Los miedos del matador y del acompañante, del fracaso y de la ilusión, de la experiencia negativa y de los sueños que se cumplen, se hacen evidentes en los dos toreros momentos antes de la capea. Iniciada ésta, se comprueban las intenciones de cada uno. La entrega de “Filigranas” terminará en mortal cogida ante un toro que, “al natural”, no pasaba. “Aceituno”, incapacitado de hacer el quite por efectos del miedo, se verá obligado a triunfar, muy a pesar suyo, haciendo de tripas corazón y convirtiéndose, tardíamente, en el “héroe” de la fiesta. Sin embargo, los triunfos efímeros no modificarán ya la actitud vital de un torero frustrado porque sabe, como le dice a Fina, que lo suyo es ser limpiabotas de por vida.                           


“Los clarines del miedo”, novela de Ángel María de Lera
           
La novela “Los clarines del miedo” (1958), de Ángel María de Lera, conoció el éxito inmediatamente tanto en edición como en traducción. Expertos literarios valoraron en la obra su autenticidad y tono crítico, derivados del noventayochismo y la novelística social, aunque reconocieron cierto tradicionalismo de técnica y enfoque. Su temática, las capeas pueblerinas teñidas de barbarie y mixtificadas por simbología religiosa no exentas de crueldad, resultaba un tanto inédita en la literatura taurina.

Llevada inmediatamente al cine por “Procusa”, productora fundada en junio del año citado, con el apoyo económico de la familia Luca de Tena y la orientación ideológica del Opus Dei, se estrenaba cinco meses más tarde. Participante en el Festival de Venecia, no fue admitida a concurso por “presentarse fuera de plazo”.

Dirigida por Antonio Román, se situaba en un punto culminante de su carrera y cerraba un ciclo de veinte años de profesión en este representante de la llamada “generación perdida”, quien consideraba que la adaptación de este título respondía a un sincero enfoque de planteamientos y resoluciones cinematográficas; más allá de oportunistas declaraciones, parece evidente el aprecio de su autor hacia una película resuelta de acuerdo con sus mejores planteamientos expresivos.

El rodaje se efectuó en el madrileño pueblo de Torrelaguna; el improvisado coso taurino, construido de madera y situado en la misma plaza principal, fue montado ex profeso para una película en la que el torero, Rogelio Madrid, “Filigranas”, se convertía en intérprete ocasional y el actor Francisco Rabal, “Aceituno”, ejercía de torero; éste, en las secuencias taurinas, fue doblado eficazmente por “Morenito de Talavera”, dado su evidente parecido físico.

El personaje de Fina, maltratado por los guionistas, como ahora diremos, le fue encomendado a Geneviève Couzain, “Miss Francia 1956”, incorporada, desde entonces, al cine español con el nombre de Silvia Solar. El actor Manuel Luna interpretaría aquí al periodista en su último papel.


Cotejo entre novela y película

Como en la novela, el rótulo de comienzo sintetiza un “in memoriam” a quienes nunca consiguieron cumplir sus sueños de gloria, “a los héroes anónimos de la fiesta”, y sacrificaron vitales ilusiones, “su juventud”, en las capeas de perdidos pueblos españoles. La fiesta tiene nuevamente ángulos de mira bien distintos, lejanos del curriculum ejemplar y del final feliz utilizados por títulos tópicos y claves de este género. Miedo, fracaso y muerte son los tres ingredientes básicos que se sitúan en el epicentro de un costumbrismo ancestral donde la tradición y lo consuetudinario adquieren carta de naturaleza.

Un cotejo entre película y obra literaria permite comprobar que las diferencias existentes entre ambas son mínimas. Podría hablarse de una novela con evidentes rasgos de guion cinematográfico. Vich y el propio escritor elaboraron una adaptación en la que se mantuvieron escrupulosamente los diálogos y la estructura narrativa de su precedente, desde el inicial sueño triunfal de “Filigranas” hasta el éxito local y el fracaso vital de “Aceituno”.

Tales paralelismos se pierden, excepcionalmente, en el personaje de Fina; el novelista explica sus condicionamientos y precisa su circunstancia, como víctima de las andanzas de Juanito, antes de situarla  en su papel de “perdida”; por el contrario, en el film, dicha condición, oscuro objeto de reprimido deseo, más sugerida que expresada, se resuelve con situaciones ambiguas (la “hazaña” de El Raposo subiendo a su ventana, el dominio de su amante sobre ella, con bofetada “a lo Gilda” incluida), interpretación dudosa y caracterización de maniquí, frente a los tipos rurales, auténticos, de carne y hueso.


Un genérico cuadro de costumbres con ocasión de la fiesta nacional

El conjunto del film se organiza sobre un tan descriptivo como genérico cuadro de costumbres, populares y rurales, cuya progresión converge en particular celebración de la fiesta nacional. Tomando como hilo conductor las vivencias de los toreros (de la ilusión al miedo, de la incomodidad a la suerte, del deseo a la realidad) y su participación en la fiesta matutina (recorrido por calles, participación en atracciones, conocimiento de vecinos y correlación de fuerzas entre ellos), se establece la alternancia entre los espacios interiores y exteriores, entre nota cómica y dramática, para terminar en el desarrollo del festejo, en el dramatismo de la lidia, en la muerte inesperada y la gloria forzosa, a destiempo e involuntaria.

Entre uno y otro bloque se explicitan los apuntes para el melodrama, el recorrido por los linderos del folletín, el desencadenamiento de los tópicos al uso, pero también los rasgos inequívocos del tremendismo, del efecto excluyente de lo consuetudinario, de la fuerza bruta como valor de cambio en un microcosmos de estructura piramidal donde la fuerza es coadyuvante de la honorabilidad: El Raposo en sus actuaciones ilimitadas, el alcalde en la identificación de su obligado valor personal con las exigencias del pueblo.

Las fuerzas vivas, la comisión organizadora, el conjunto de adolescentes, las muchachas casaderas, los mozos novilleros, son grupos populares definidos en su actuación conjunta y capaces de componer un paisanaje significativo definidor, por sí solo, del paisaje rural; de forma más individualizada, los personajes quedan apuntados mediante: una frase (“la mujer del Quebrao, la más guarra del pueblo”), un gesto (el mozo que, en el paroxismo de la fiesta, da un beso furtivo a su vecina y la respuesta de ella, en forma de bofetada, que lava la impureza y reestablece la pureza), una caracterización (Acisclo y Maxi, celadores en la comisión de festejos; el director de la banda de música, cuyo instrumento sirve a la gastronomía más que a su oficio natural).

Finalmente, los personajes prototípicos, desde Juanito, señorito calavera que presume de novia oficial y amante ocasional, a Don Primitivo, el cura del lugar oficiante de “funerales de primera” para el difunto torerillo; desde la insatisfecha Fina, deseosa de dejar el villorrio “aunque tuviera que trabajar” y capaz de marcharse con cualquier hombre que la saque de allí, a El Raposo, “el más bruto del pueblo”, controlador del “canguelo” de los  forasteros y fiel guardián de una honorabilidad apoyada en la fuerza bruta.

Llama la atención la ausencia de elementos litúrgicos de contenido religioso en el planteamiento de la película (inexistentes en la novela); la presencia del cura parece suficiente para la santificación del festejo y la voz de la campana, doblando a muerto tras la muerte de “Filigranas”, subraya la presencia espiritual en el hecho; el vacío del patrón o la patrona, de la Virgen o el Cristo en procesión, como punto previo y alternativa a lo divino del lúdico festejo posterior, otorga a la corrida una significación donde se combina el salvajismo de un rito pagano primitivo con la simbología de la lidia y de la muerte.


Estructura y desarrollo narrativo

Los elementos de la corrida, su estructura y desarrollo narrativo, se establece tomando los referentes previos de las actitudes de los toreros ante su suerte: ilusión en “Filigranas” y miedo en “Aceituno”; el sueño del triunfo en contraste con la experiencia negativa: fantasía frente a realidad. El cortijo, el automóvil, el collar de brillantes frente al betún, el cepillo, la fregona. “Filigranas” saldrá a triunfar, porque es joven y debe recompensar a su madre; un toro, que al natural no pasaba, convierte sus sueños en nada; “Aceituno”, mantazo, mantazo, aliviar por la cara, con la realidad de su vida fracasada como norte, se convierte, sin quererlo, en héroe por un día, por un rato, para que “Cantares”, el periodista, pueda todavía hacerle, con su hipócrita semblante, una proposición tan deshonesta como eventual. La culpabilidad por un quite que no hizo, la improcedencia de una suerte ya inoportuna, le lleva a convertirse definitivamente en un perdedor de la fiesta. Ni la belleza de Fina ni el novillo del triunfo serán capaces de modificar una conducta que, afincada para siempre en su estatus profesional, no se deja vencer por cantos de sirena.


Ficha técnica y artística

Producción: Procusa. 1958. Dirección: Antonio Román. Argumento: novela “Los clarines del miedo”, de Ángel María de Lera. Guion: Ángel María de Lera y Antonio Vich. Fotografía: Antonio L. Ballesteros. Montaje: Julio Peña. Sonido: Alfonso Carvajal. Música: Manuel Parada. Asesor taurino: Victoriano García Giraldo. Decorados: Ramiro Gómez. Ayudante de dirección: Augusto Fenollar. Segundo operador: Salvador Gil. Estudios: Chamartín. Duración: 91 minutos. Estreno: 3, noviembre, 1958. Cine Rialto, Madrid.
Reparto: Francisco Rabal (Aceituno), Rogelio Madrid (Filigranas), Silvia Solar (Fina), Ángel Ortiz (Raposo), Manuel Luna (Periodista), Miguel Ángel Gil de Aballe (Acisclo), Mario Morales (Maxi), Juan Lavernier (Juanito), Félix Briones (Quebrao), José Marco Davó (Román), Manuel Braña (Don Primitivo), Pilar Gómez Ferrer (Agustina), Ángel Álvarez (Director de la banda).

Ilustración: Cartel de la película Los clarines del miedo (1958), de Antonio Román.

Próximo capítulo: El torero en la literatura y la cinematografía españolas. El último torero, cortometraje en coproducción. Apéndices varios (y VII).