Enrique Colmena

Proseguimos en este segundo y último artículo con la glosa de la figura de Mijaíl Sergeievich Gorbachov y, en especial, con el cine que su política de “perestroika” y “glasnot” propició en el país, con una etapa de apertura como nunca se había visto en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El primer artículo puede ser consultado haciendo clic aquí.

La carta alegórica será la que jugará Konstantin Lopushanskiy en su Cartas de un hombre muerto (1986), donde presenta un mundo postapocalíptico, tras el holocausto nuclear que era (es...) una de las formas posibles en las que nuestra especie puede ejecutar ese harakiri que, con tanto empeño, parece buscar, especialmente en los últimos tiempos. En ese contexto distópico, en el que no habrá buenos ni malos, sino solo víctimas y supervivientes, habrá sin embargo lugar para una tenue esperanza: quizá no esté todo perdido y la nueva generación no repita los errores de sus ancestros. Ese mensaje humanista, tibiamente positivo en el horror del desastre nuclear, estaba a años luz del discurso arrogante de la potencia atómica que era la URSS, y solo la llegada de una nueva mirada al Kremlin hizo posible su rodaje y su estreno.

Una de las perlas del cine de la “perestroika” sería, sin duda, la estupenda Ojos negros (1987), la coproducción italo-soviética que rompió las habituales trabas que solían impedir los proyectos compartidos entre la URSS y los países de la órbita occidental. Sobre tres cuentos de Chéjov, la hermosa historia protagonizada por Marcello Mastroianni y Silvana Mangano tenía un tono cosmopolita y decadente ciertamente improbable en la ortodoxa Rusia de la carcundia comunista, estando a los mandos de la película Nikita Mijalkov, uno de los grandes cineastas rusos del último medio siglo. El film, muy celebrado en todo el mundo, consiguió un buen número de galardones, entre ellos el de Mejor Actor en Cannes para Mastroianni, que también fue candidato al Oscar en esa misma categoría; la cinta logró premios en convocatorias tan diversas como los David de Donatello en Italia, los Sant Jordi en Cataluña, y los Fotogramas de Plata en Barcelona.

Mañana fue la guerra (1987), con dirección de Yuriy Kara, retomaba el tema de la atroz represión estalinista; sobre la novela de Boris Vasiliev, la historia se ambientaba en los años cuarenta, poco antes de que Alemania rompiera el pacto Molotov-Ribentropp (que dejaba las manos libres a Hitler para atacar Europa Occidental, poniéndose Stalin de perfil). En ese contexto, aún sin la tópica coartada estalinista de que en la guerra se cometen desmanes, dos jóvenes adolescentes, horrorizadas, conocerán de primera mano el terror instigado por el gobierno contra sus propios ciudadanos. La prestigiosa Seminci de Valladolid premiaría el film con su máximo galardón, la Espiga de Oro.

En un tono muy distinto, Días de eclipse (1988), de Aleksandr Sokurov, supondrá la apuesta del arte contra el realismo, una historia muy diferente de los adustos dramas patrios típicos de la época de los consecutivos carcamales posestalinistas, Kruschev, Breznev, Andropov, Chernenko: en la película habrá lugar para la psicodelia, el existencialismo, el miserabilismo, la angustia de vivir, la muerte... vamos, lo que se dice un film ortodoxamente comunista... Sokurov se convertirá a partir de entonces en uno de los más respetados cineastas rusos, con títulos frecuentemente estrenados en Occidente como El arca rusa, Padre e hijo, Aleksandra y Fausto.

El caso de La pequeña Vera (1988) es distinto; la dictadura comunista soviética fue tan represora en el aspecto sexual como lo han sido, lo son y lo serán todas las dictaduras, incluidas por supuesto las de derechas como la franquista. Uno de los tabúes que la progresiva liberalización que propugnaba la “perestroika” tenía que sortear era, por tanto, el del sexo libre, y a ello se pone este film, sobre una adolescente que, huyendo de un panorama atroz en su familia y en su ciudad, se adentra en una espiral de sexo a todo trance, una historia impensable solo unos años atrás. La película gozó de distribución internacional, y consiguió premios en diversos certámenes, entre ellos Venecia, Montreal y Chicago.

Con el Muro de Berlín ya derrumbado, y con la URSS herida de muerte por los graves problemas de la liberalización económica, con el empobrecimiento que ello conllevó para la población en general, y el inminente golpe de Estado fallido que darían los conservadores comunistas que, finalmente, desencadenó el desmoronamiento del país, se estrena Quieto, muere, resucita (1990), que citaremos como último film del cine de la “perestroika”, una película de Vitali Kanevsky que nos sitúa en la gélida Siberia poco tiempo después del final de la Segunda Guerra Mundial, con dos niños, chico y chica, que sobreviven como pueden en un contexto de miseria absoluta, otra película imposible en tiempos de los dinosaurios comunistas.

El legado de Mijaíl Gorbachov, pese a las dificultades a las que tuvo que hacer frente, está ahí. Acabó con un régimen, la Unión Soviética, que se inició bajo los mejores auspicios al derrocar a la execrable monarquía zarista, pero que posteriormente se convirtió ella misma en un sistema liberticida que aherrojó a sus ciudadanos, repitiendo y agravando los peores vicios de la realeza, de la aristocracia, de los poderes del Imperio al que combatieron, propiciando, entre otros desmanes, la creación de una nueva casta, la Nomenklatura, cuyos privilegios poco tenían que envidiar a los de la nobleza a la que habían exterminado.

Sit tibi terra levis, Mijaíl Sergeievich. “Spasibo”, gracias.

Ilustración: una imagen de Mañana fue la guerra (1987), de Yuriy Kara, una de las películas del cine de la “perestroika”.