Enrique Colmena

En el capítulo anterior de este díptico cuyo título parafrasea la famosa pregunta retórica de Zavalita en la vargasllosiana Conversación en La Catedral, hablamos de la primera y pujante etapa del cineasta alemán Wim Wenders, con motivo del estreno de su último y decepcionante film, Inmersión. Hablaremos ahora en esta segunda parte de la posterior y ciertamente declinante etapa de su cine.

Si dejamos el anterior capítulo “en punta”, como en un metafórico “cliffhanger”, por aquello de que la última película comentada en el mismo, Cielo sobre Berlín, se reputa como el techo de su filmografía, habrá que decir que el primer título de esta segunda época no alcanzará, ni de lejos, la altura de su predecesora: hablamos de Hasta el fin del mundo (1991), film futurista, finisecular, ambientado en 1999, con una mujer (Solveig Dommartin, actriz y guionista en este proyecto, aparte de ser pareja sentimental en aquellos años de Wim) que sobrevive a un accidente de tráfico y de esta forma conoce a un hombre con el que compartirá a partir de ese momento una huida hacia ningún sitio. Extraña, desconcertante, la mezcla del estilo de Dommartin y de Wenders rechinó notablemente, y la película apenas tuvo repercusión. William Hurt en aquella época todavía no tenía la fama de actor maldito que le perseguiría años después, quizá entre otras cuestiones por proyectos extravagantes como este.

Acaso queriendo volver a gozar de las mieles del triunfo, Wenders retoma el microcosmos angelical de Cielo sobre Berlín para hacer ¡Tan lejos, tan cerca! (1993), continuación de su obra maestra, en la que explicitará lo que se insinuaba en la primera parte de lo que sería dilogía, la transformación del otro ángel, Cassiel, en hombre para sufrir como ellos la vida en la Tierra. Sin la finísima sutileza de Cielo..., de todas formas el regreso al universo seráfico de aquella obra mítica resulta reconfortante y agradable, aunque ya es evidente que Wenders está perdiendo pulso en su cine. Curiosamente, el film reúne a buena parte de los intérpretes más apreciables de sus anteriores films: además de Bruno Ganz, que retoma el personaje de Damiel, el ángel doliente ya transformado en humano, estará de nuevo Peter Falk, en un personaje que es bastante más que un mero hombre, pero también Nastassja Kinski, así como el antiguo cuate wendersiano Rüdiger Vogler, habitual en sus primeros films, además de algunos cameos de personajes famosos como Lou Reed e incluso el mismísimo Mijail Gorbachov, por aquel entonces ya cesante presidente de la URSS. Aunque Wenders gana el Premio Especial del Jurado en Cannes, da la impresión de que lo obtiene más por su prestigio hasta entonces que por los méritos reales del film.

Aunque ya en su primera etapa una de sus características era el cosmopolitismo de su cine, rodando no solo en su país de origen, Alemania, sino también en Estados Unidos, Japón y Portugal, entre otros, esa cualidad se acentúa en esta segunda parte de su obra, no siendo quizá ajena a la decadencia de su cine. Porque lo cierto es que tanta película en tan diverso lugar, en vez de enriquecer su obra ha tendido, con el tiempo, a empobrecerla, como si los conflictos, las historias localistas se quedaran, efectivamente, en la superficialidad de lo local y no trascendieran, como debería ser, a lo universal.

Es el caso de Lisboa Story (1994), rodada en la capital portuguesa, y de nuevo con cine dentro del cine, como en El estado de las cosas, que curiosamente también se filmó en tierras lusas y, como esta, también sobre una peli inacabada: como se ve, Wenders ya a mediados de los años noventa andaba cortito con sifón de ideas y reciclaba las ya utilizadas en films anteriores. Tirando de nuevo de su actor fetiche Rüdiger Vogler, pero también con un cameo del gran Manoel de Oliveira, la película no interesó gran cosa, si bien es cierto que el prestigio de Wim todavía mantenía el estatus de figura para el cinéfilo que le seguía invariablemente, con la esperanza, que pronto se reveló vana, de que Wenders volviera por sus fueros.

Que la crítica ya le había hecho la cruz, no sin razón, lo confirmaría la recepción que tuvo Más allá de las nubes (1995), film de cuatro segmentos que rodó Wenders en Italia, a modo de lazarillo de un Michelangelo Antonioni ya postrado en una silla de ruedas. El alemán se encargó nominalmente del prólogo y el epílogo, así como de la historia que daba continuidad a los cuatro episodios, aunque en la práctica no es desechable que también interviniera de forma activa en el rodaje de esas cuatro historias, dada la postración y los problemas de comunicación del maestro italiano. Pero a pesar de las virtudes de las partes que teóricamente eran suyas, fueron numerosas las críticas que le negaron el pan y la sal a Wenders, en beneficio del ya casi agonizante cineasta itálico.

Con El fin de la violencia (1997) Wim da un paso más en su descendente carrera: rodando ahora en Estados Unidos, y de nuevo dentro del proceloso mundo del cine, cuenta la historia de un productor ultracomercial al que dos sicarios pretenden asesinar, con tan mala suerte que serán ellos los finiquitados, mientras que el productor se va de rositas... Película sin personalidad, “de tesis” (en la peor de las acepciones que se le suele dar a ese término cuando se habla de cine), auguraba, y eso sí es curioso, que la multiplicidad de cámaras callejeras permitiría acabar en el futuro con la violencia: vista esa profecía desde la perspectiva que dan veinte años desde que se hizo el film, es cierto que la proliferación de cámaras (y no solo las fijas instaladas en las ciudades, sino la que todo ciudadano lleva actualmente encima en su móvil) permite prácticamente grabar o retransmitir cualquier evento o suceso que acontezca en cualquier lugar del mundo; habrá que reconocérsele entonces a Wenders que, ya que iba menguando en interés cinematográfico, al menos crecía en sus dotes de presciencia... Un reparto imposible, con Bill Pullman y Andie MacDowell, aunque también con algunos cameos ilustres, como el del director Sam Fuller, completó una peli que contribuyó, y de qué forma, al descrédito de un cineasta que estaba perdiendo los libros a marchas forzadas.

Como si quisiera dar un giro a su cine, y con ello volver a reencontrar el favor del público y, sobre todo, de la crítica, Wenders rueda a finales de siglo Buena Vista Social Club (1999), un hermoso musical sobre los sones cubanos, con grandes como Compay Segundo y otros músicos de la isla caribeña, pero también con compositores USA como Ry Cooder, en una serie de conciertos que cubanos y norteamericanos dieron juntos en La Habana, Estados Unidos y Holanda, en una obra que se dejaba ver sobre todo por la belleza de la música y el compás caribe, al que Wenders, con buen criterio, se plegaba absolutamente. Tanto es así que, casi inesperadamente, el alemán vuelve a estar momentáneamente de moda, con nominación al Oscar incluida y premios en varios festivales.

Pero era un espejismo: su siguiente envite, de nuevo en el largometraje de ficción, será El hotel del millón de dólares (2000), un thriller ambientado en el hotel del título, un “whodonit”, un “quién-lo-hizo” que hacía buena cualquiera de las intrigas de Agatha Christie, una horrible historia original de Bono, el cantante de U2, que menos mal que no se ha dedicado a escribir historias para el cine, y con un reparto que de nuevo parece estar confeccionado por su peor enemigo, con un balbuciente Jeremy Davies, realmente espantoso, más un Mel Gibson que no debía entender muy bien qué hacía él allí, y una (esta sí) estupenda Milla Jovovich, que evidentemente poco podía hacer ante la marcianada de la historia y la inanidad de sus compañeros de reparto.

Y es que otra de las razones por las que Wenders, en esta segunda etapa de su carrera, ha perdido el norte es porque su cine no conecta con el público ni con la crítica: sus historias se nos dan una higa, y la forma de contarlas tampoco llega a nadie. Es lo que sucedió con su siguiente film, Tierra de abundancia (2004), de nuevo en los USA, otra película que pasa casi inadvertida, con, de nuevo, una historia de difícil entronque con el espectador, con una doble mirada, entre la ilusionante de la joven que todo lo tiene por delante y aún cree en la esperanza, y el veterano excombatiente obsesionado con su particular concepto de patria.

Algo mejor será Llamando a las puertas del cielo (2005), de dylaniano título (en España; el original, Don’t come knocking, no lo era), mayormente porque aquí, como en Paris, Texas (1984), contó con el concurso del dramaturgo Sam Shepard en el guion, lo que se nota, y de qué forma, en la coherencia de la historia, en la sustancia de lo contado, aunque es cierto que el parentesco argumental con el mentado film de los años ochenta es evidente y le confiere cierta sensación de “déjà vu”. El hecho de contar además con Shepard como protagonista, junto a su pareja, la siempre magnífica Jessica Lange, ya mejoraba sustancialmente con respecto a los anteriores repartos, generalmente poco afortunados.

El resto de la década de los años cero del siglo XXI lo llenará Wenders con una serie de documentales y cortometrajes de escaso recorrido; tendrán que llegar los años diez de la centuria para que se pueda ver algo de más enjundia, en este caso el documental Pina (2011), sobre la bailarina Pina Bausch, que el alemán y la artista plantearon durante años, hasta que la muerte de ella dejó el proyecto en dique seco, siendo finalmente remontado el material rodado en este film que, de todas formas, tampoco añadió gran cosa a la carrera de Wim.

Como no lo haría su regreso al largo de ficción en Todo saldrá bien (2015), ahora con rodaje en Canadá, que narra el trauma de un escritor que mata a un niño en un accidente de coche, y de qué forma ello incidirá en su vida, en su obra, un film que concitó una rara unanimidad: no interesó al público ni a la crítica, que lo fustigó sin piedad (con toda razón, habrá que añadir), una película manifiestamente prescindible con, de nuevo, un grave error de casting, al confiar el papel principal a un James Franco que se reveló totalmente inadecuado para el personaje; aunque el elenco femenino era potente (Rachel McAdams, Charlotte Gainsbourg), la historia lunática y el equivocado enfoque hicieron trizas un proyecto sin interés.

Los hermosos días de Aranjuez (2016), ahora con rodaje en Francia, marca el reencuentro de Wenders con su amigo Peter Handke; ambos coescriben el guion, basándose en la obra teatral homónima de Peter. Ahora Wenders jugará, junto con su colega Handke, al metalenguaje, a los personajes que actúan al dictado de un escritor que es, también, a su vez, otro personaje, en una historia que no convenció a nadie y que relegaba a Wenders a un formalismo ciertamente virtuoso pero inane; aunque el tema (nada menos que las relaciones hombre-mujer, en todas sus facetas, incluidas las amorosas y sexuales) era más que estimulante, en la película no interesaba en absoluto, con dos protagonistas, Reda Kateb y Sophie Semin, que tampoco se puede decir que aportaran gran cosa al film. Fiel a la querencia de Wim por hacer que gente importante hiciera cameos en sus películas, el propio Handke tiene un pequeño papelito.

Inmersión (2017), su por ahora último film de ficción, confirma que el que fuera cineasta notabilísimo, un autor especializado en contar historias sobre ruedas, en “road movies” reales o imaginarias, explícitas o implícitas, un creador de imágenes potentísimo, sin embargo se ha ido adocenando, vulgarizando, dejándose llevar por la excentricidad, sin volver a encontrar su camino desde aquel año, hace ya más de 30 cuando se escriben estas líneas, en las que, a la par que el ángel Damiel dejaba sus alas para, conmovido con el dolor humano, convertirse en uno de nosotros, también él, Wim Wenders, perdió sus metafóricas alas de director genial para tornarse un cineasta vulgar, un mortal también como cualquier hijo de vecino; lástima: tiene Wim un lugar en el Olimpo del Cine, claro está, con algunas de sus películas de la primera etapa de su carrera: En el curso del tiempo, El amigo americano, Relámpago sobre agua, Paris, Texas, Cielo sobre Berlín. Pero su talento no parecía feble, no daba la impresión de que el devenir de su carrera le convirtiera en el vulgar pegaplanos que es hoy en día.

Y es que parece claro que el talento, esa entelequia, como las musas que lo antropomorfizan, es veleidoso por naturaleza: y es que, si hablamos en términos quinielísticos, a Wenders, durante los primeros veinte años de su carrera, le tocó un pleno al 15, pero el tiempo le ha hecho tener que conformarse solo con el reintegro...


Ilustración: Alicia Vikander y, al fondo, James McAvoy, en una escena de Inmersión.