Rafael Utrera Macías

José María Conget (Zaragoza, 1948) se licenció en Filosofía y Letras en la Universidad de su ciudad natal. Como profesor de Literatura ha ejercido la enseñanza tanto en el extranjero como en España: Glasgow, Lima, Cádiz, Sevilla. En Perú, adonde llegó “por hartura del franquismo”, impartió docencia en las Universidades de “San Marcos” y “Ricardo Palma”, mientras que, por su condición de profesor de Instituto, lo hizo en distintos centros estatales españoles.

Al tiempo, su capacidad como gestor y director cultural le ha servido para difundir buenas dosis de cultura española, por medio del Instituto Cervantes, en Nueva York y París. Este “nomadeo casi sin fin” se percibe leyendo (o releyendo) su ya larga lista de libros publicados donde las ciudades citadas conforman buena parte de su “paisaje literario”.

Su debut como escritor comenzó en 1981 con la novela “Quadrupedumque”. Su último libro, editado en 2013, lo ha titulado “La mujer que vigila los Vermeer” y en él aparece un relato bajo el nombre “Mi vida en los cines”. Entre aquel y éste, una larga lista, componentes unos de una trilogía, otros sin aparente relación entre sí, ligados todos por variaciones temáticas con fondo común y por personalísimas técnicas narrativas, controladas, al tiempo, por exigente lenguaje literario; todo ello emanado de un vasto poso cultural que no distingue entre clásicos o modernos, entre la bella arte tradicional o el séptimo o el noveno arte.  

Entre otros títulos, cabe citar “Todas las mujeres”, “Palabras de familia”, “Bar de anarquistas”, “Viento de cine”, “El olor de los tebeos”, “La ciudad desplazada”. Hiperión, Alfaguara, Pre-Textos, son algunas de las editoriales donde publica.  Junto a una diversidad de premios, ha recibido, en 2008, por el conjunto de su obra, el de las Letras Aragonesas.  

Pregunta. En su currículum se reúnen, al menos, tres aspectos primordiales: profesor, director cultural y escritor. ¿Cómo  ha conjugado cada uno de ellos con los demás?

Respuesta. Nunca quise ser escritor profesional, en el sentido de pretender vivir fundamentalmente de la literatura. Tener un trabajo de remuneración fija me ha permitido mucha libertad literaria: no presentarme a concursos amañados, no angustiarme si sufría un bloqueo, escribir lo que quería y cuando quería. La docencia es ocupación exigente si uno se la toma en serio, y yo me la tomaba, pero también deja mucho tiempo libre y ofrece unas vacaciones sabrosas. Tal vez la no dedicación exclusiva a la escritura ha impedido una difusión más amplia de mi obra, no estoy seguro de eso, pero de cualquier forma no me arrepiento. Dejé la gestión cultural en dos ocasiones y la segunda de forma definitiva; me divertía y estimulaba pero también me convertía en escritor dominguero, por eso renuncié.

P. Usted es un apasionado, y al tiempo un buen conocedor, del cómic y del cine. ¿Qué le ha aportado uno y otro a su condición de escritor y a las características de su literatura?

R. Nada desde el punto de vista formal o estructural; el cine y el cómic son referencias culturales o sentimentales en mi obra pero a mi literatura lo que le ha influido es otra literatura.

P. ¿Por qué titula “El olor de los tebeos” a uno de sus trabajos? ¿Qué connota en su memoria, en su experiencia, este sentido sobre otros?

R. En ese caso el olor de los tebeos, que existía, es el olor de la infancia. El libro que lleva ese título es mi homenaje personal a la historieta y está constituido por ocho ensayos en torno a diversos aspectos del cómic. En fin, puestos a hablar del olfato, el olor de la felicidad fue durante un tiempo para mí el del desinfectante de ciertos cines de Zaragoza.

P. Su libro “Viento de cine. El cine en la poesía española de expresión castellana” (Ed. Hiperión) es una pieza tan insólita como imprescindible en ese amplio paradigma que se llama “literatura y cine” y, al tiempo, dentro de su producción. ¿Qué le llevó a reunir esta colección que, a lo largo de un siglo, va de los Alberti y Cernuda, de ayer, a los Lamillar o Neuman, de hoy?

R. El libro surgió de una conversación con el editor de mis primeras novelas, el poeta Jesús Munárriz. Yo le dije que el cine era una de las inspiraciones básicas de la poesía del siglo XX, él lo puso en duda y yo quise demostrárselo con varias citas. Entonces él me sugirió que preparara una antología a partir de mi afirmación.  Esto ocurría en 1981. Veinte años más tarde encontré el tiempo y las ganas de poner manos a la obra. Desde entonces, y conforme las salas de cine se vacían, los poemas cinematográficos han aumentado  asombrosamente, pero ya no tengo el impulso de elaborar una segunda parte.

P. La cinefilia, el memorión cinematográfico, los nombres de películas,  las músicas de las mismas, etc. circulan libremente por sus más distintos textos y explican, comparan, definen, situaciones literarias en muy diversos grados. ¿Qué supone el cine en su literatura?  ¿Es un recurso temático, narrativo, estilístico?

R. Ya lo he dicho antes. Es una referencia cultural y sentimental. Mi generación se educó más en las salas de cine que en las aulas. Yo iba poco a clase en mi época de universitario pero al cine acudía todos los días y a veces más de una vez. Es normal que en los rincones de la memoria abunden los recuerdos de imágenes, actores y demás. Y que sean utilizados como punto de comparación de ciertas situaciones. Es el mismo proceso que llevó a la gente, cuando la gente veía cine, a decir frases como “me estás haciendo luz de gas”.

P. De los escritores de su generación es uno de los pocos que  mantiene una asistencia continuada a las salas de cine, frente a otras formas posibles de ver la película. ¿Qué encuentra de benefactor en tales espacios, generalmente deteriorados o ruidosos, hoy tan diferentes a los de otra época, silenciosos y oscuros?

R. Yo no los recuerdo tan silenciosos; no, desde luego, los cines de barrio donde yo repescaba películas antiguas, y además no me importa que el público participe, como cuando de niños aplaudíamos la llegada del Séptimo de Caballería en el último minuto. No soy purista en eso (ni en nada, más bien el purismo me repugna porque la vida está hecha de ganga y barro y mezclas). Y me gusta el ritual de ir al cine, su liturgia. En casa no es lo mismo, ni siquiera con las mejores pantallas de televisión.

P. En uno de sus textos advierte de que “las salas de cine tienen los días contados” y usted rechaza tal profecía que anuncia “la desaparición de los templos donde se oficia la ceremonia de su proyección” ¿Está preparado para cuando ello ocurra? ¿Cómo resolverá la situación?

R. Como tengo cierta edad, confío en que los cines aguanten hasta que me muera. Me gustaría que el futuro fuera estupendo para las nuevas generaciones pero me alegro de que probablemente no viviré esa hora infausta en que se clausurará el último cine.

P. La mencionada cinefilia parece estar muy presente en su propio ámbito familiar; Maribel Cruzado, su esposa, podría escribir sobre ello, aunque habitualmente lo haga mediante la cámara fotográfica. Que su hija se llame Rebeca y tenga como profesión la cinematografía no parece una casualidad. ¿La familia que ve cine unida se mantiene cinéfila?

R. Sin duda. Nosotros enseñamos a leer a nuestros hijos a los tres años y con menos edad los llevamos a ver sus primeras películas en el cine. Era natural que quisiéramos que compartieran con nosotros esas pasiones, la lectura y las películas. También se oía música continuamente en la casa y cuando podíamos íbamos juntos a los museos. Se trataba de crear fuentes de placer que siempre van a ser necesarias. En muchas cosas nos habremos equivocado como padres, pero en eso no.   

P. Más allá de cuantas menciones al cine haya en toda su obra, nos gustaría conocer cuáles son los autores/directores que mayor influencia han tenido sobre usted y en razón de qué cuestión.

R. En la infancia algunos westerns me transmitieron una ética bastante superior a la que mamábamos oficialmente en el colegio, en la iglesia, en los medios de comunicación del franquismo. Luego no creo que las películas hayan influido en mi vida. Me han proporcionado muchas emociones y de muchas clases y por tanto han sido importantes en la formación de un imaginario sentimental. Pero procuro no confundir las experiencias personales con las que uno ha vivido vicariamente en la pantalla (o en las páginas de un libro). Creo, con Oscar Wilde, que a menudo la vida imita al arte, pero mis dolores, amores y alegrías no son cinematográficos ni literarios.

P. ¿Qué y quiénes le interesan del cine universal actual?

R. Muchos, y también alimento fobias intensas. Mencionaré solo las filias. Del cine francés me gusta la generosa tradición realista de Renoir, Truffaut... O sea, entre los actuales, Tavernier, Audiard, por ejemplo. Kauristami y Kiarostami. Moretti, Amelio. Como gran narrador de historias, Spielberg. Winterbottom. Y Woody Allen hasta cuando se equivoca. Y docenas más.

P. Respecto al cine español, usted ha organizado ciclos y presentaciones especialmente en Nueva York y París. ¿Qué recuerdo tiene de ellos? ¿Qué opinión tiene de nuestro cine español contemporáneo?

R. En Nueva York, a lo largo de tres años, organicé en el Public Theater una retrospectiva del cine español desde la época  de la República hasta la década de los 90 del siglo pasado, aparte de numerosos ciclos monográficos (Buñuel, Saura, Erice, Berlanga, Aranda, la Guerra Civil, el “nuevo cine” de los 60, cine y literatura...) con el Lincoln Center, en la televisión de CUNY, con el Anthology Film Archives, y cada noviembre/diciembre  un repaso a lo mejor de las producciones españolas del año que se sigue haciendo en el Walter Reade del Lincoln Center. Apostábamos en el Cervantes con tanto entusiasmo por el cine español que era imposible no sentir un interés por su historia y evolución, un interés que hasta entonces en mí había sido relativo. A diferencia del francés, el cine español ha tenido siempre en contra al estado y, a veces. al público. No se lo merece. Como no se merece el actual abandono. Pero este asunto es demasiado complejo para que lo despache en dos líneas. Y sí, creo que cada año se produce un puñado de títulos valiosos que, a veces, ni llegan a estrenarse como es debido.  

P. ¿Le sorprendería que un libro, un “trabajo fin de máster”, una tesis, se titulara “El cine en la narrativa de José María Conget”?

R. No me sorprendería porque ya se ha hecho en la universidad de Zaragoza.