Enrique Colmena
El pasado viernes 23 de noviembre de 2012 fallecía, víctima de un cáncer, el director, productor, guionista y actor aragonés José Luis Borau. En su obituario, la imdb.com, considerada la biblia cinematográfica mundial en cuanto a datos, se refería a él, con toda la razón del mundo, como “el influyente director español”.
Pero curiosamente la influencia y el prestigio de Borau se cimienta en primera instancia en una corta filmografía, de sólo diez largometrajes de ficción, una serie televisiva y algunos trabajos aislados en capítulos de seriales culturales y cortos documentales. Lo cierto es que esa obra, parca en volumen de títulos, tiene con frecuencia un nivel notabilísimo, aunque también es verdad que los filmes de su última etapa no terminaron de conectar con el público ni con la crítica.
En cualquier caso, su figura ha sido preeminente en la cinematografía española durante más de cuarenta años, desde sus diversas facetas propiamente cinematográficas hasta otras colaterales, como la de editor de libros sobre cine (con su editorial El Imán, denominación que compartía con su productora), director de volúmenes imprescindibles (cfr. el monumental
Diccionario del Cine Español), la presidencia de la Academia de Cine de España durante una convulsa etapa, y su incorporación a la Real Academia Española de la Lengua, en el sillón B, supliendo a Fernando Fernán Gómez en la presencia cinematográfica en la docta Casa.
En lo que se refiere a su filmografía propiamente dicha, aparte de algunos cortos documentales, se puede considerar que su primera película profesional es el western
Brandy, rodado en 1964, una coproducción hispano-italiana que puede entenderse como un ejercicio de adiestramiento en el oficio de rodar. El filme fue uno más de los espagueti-western que por aquel entonces se rodaban con fruición en las desérticas tierras de Almería, tras la eclosión del subgénero con el éxito estrepitoso de
Por un puñado de dólares, de Sergio Leone.
Su siguiente filme, en 1965, ya fue otra cosa:
Crimen de doble filo se insertó en una hasta entonces escuálida pero notable tradición de cine negro a la española, recorrida por títulos como
Apartado de Correos 1001,
Brigada Criminal o
El cebo, por citar algunas de las más prestigiosas que se habían producido antes del segundo largometraje de Borau. Aquí ya encontramos al fino cineasta, en un brillante ejercicio de estilo dentro de un cine de género escasamente cultivado en España, pero al que el director aragonés aporta esta rara gema, un intrincado guión con un asesinato, algunos que saben más de lo que dicen y una resolución sorpresiva, todo ello con una intensa atmósfera de
film noir, esa atmósfera tan difícil de describir como fácil de identificar.
En 1970 los datos oficiales le dan como director teórico de
Un, dos, tres, al escondite inglés, si bien se trató de una añagaza dado que, al no contar el director real, Iván Zulueta, con el entonces preceptivo carné del sindicato vertical, no podía figurar como responsable del filme. En 1974 Borau rueda una de sus grandes películas,
Hay que matar a B, adelantándose (el cineasta aragonés se anticipó a muchas cosas) a la realización de filmes cosmopolitas y de temática extranjera, con una historia que recordaba vagamente (o quizá no tan vagamente…) la crispada situación de la época en Argentina, presa entonces de la dictadura de turno, mientras que el regreso de Perón era reclamado por una población harta de los milicos: una intriga, una conspiración, un inocente pillado en medio… una película de alta política (quizá mejor baja: quien dijo aquello de que el Estado se defiende en los salones y en las cloacas quiero creer que no estaba pensando en estas iniquidades), filmada con una exactitud como de cine americano, con unos espléndidos Darren McGavin y Patricia Neal, y que puso de inmediato a Borau en el centro de la actualidad del cine español.
Como si estuviera en estado de gracia, al año siguiente rueda
Furtivos, que puede considerarse, no sin razón, como su obra maestra, una película extrañísima en el cine español de entonces (yo diría incluso en el de ahora…), una fábula sobre el poder, y la maldad, del matriarcado, una madre posesiva
ad nauseam, un hijo que busca escapar de la férula de la represora, una joven como posibilidad (tal vez no) de escape. Rodada con una austeridad rayana en lo espartano, sin por ello reducir un ápice la calidad técnica (esa fotografía de Luis Cuadrado, tal vez el mejor de su gremio que haya dado España), el filme de Borau contó con la imprescindible presencia de una actriz y un actor, Lola Gaos y Ovidi Montllor, que consiguieron la interpretación de su vida. Ganadora de la Concha de Oro del Festival de San Sebastián y unánimemente valorada como una de las mejores películas de la década de los setenta en España,
Furtivos convierte a Borau en una
prima donna de la dirección cinematográfica en nuestro país.
Cuatro años van desde ese su éxito más sonado hasta que en 1979 afronta un ambicioso reto,
La Sabina, una historia ambientada en uno de esos perdidos pueblos de la serranía andaluza, donde dos extranjeros (en la misma senda de fascinación que Andalucía ha despertado siempre en los foráneos, de Washington Irving a Prospere Mérimée o Gerald Brennan) se sentirán hipnotizados por una mujer, una andaluza que será, de alguna forma, un trasunto de la diosa Era, la Madre Tierra, quizá también una mantis religiosa. Una Ángela Molina que afortunadamente pone más su presencia que su voz (siempre se lo agradecemos…) hace el que posiblemente sea uno de sus personajes más logrados, real y simbólico a un tiempo, una mujer que es todas las mujeres.
El éxito de crítica y público de
La Sabina le anima a emprender la aventura americana. Se embarca entonces en un ambicioso proyecto, rodar una coproducción hispano-norteamericana,
Río abajo, sobre una historia que acontecía en la frontera de Estados Unidos y México, un filme nominalmente de aventuras pero que escondía una mirada sombría hacia ese “border”, esa zona que no es USA ni México, sino ambas cosas, y sobre todo, hablaba de la miseria que trazaba artificialmente una línea imaginaria entre dos países, Primer y Tercer Mundo en apenas unos kilómetros. Pero Borau tuvo todos los problemas de producción imaginables. El rodaje tuvo que pararse en varias ocasiones por motivos de todo tipo, incluidos los financieros, hasta que tras varios penosos años se pudo terminar. Aquel rodaje desventurado, fragmentado, aquel
coitus interruptus cinematográfico, inevitablemente no podía dar nada potable, y el filme resultó ser una historia poco convincente, deslavazada, sin consistencia, aunque al fino
connaisseur no se le escapaba la buena historia que latía dentro, pero que nunca llegó a aflorar.
En 1976 Borau rueda de nuevo en España; vuelve de nuevo al cine más clásico, con
Tata mía, otra vez a vueltas con una figura maternal, aunque en las antípodas del monstruo de
Furtivos. Película mucho más moderada que su anterior filmografía, presenta sin embargo una visión con ojos inocentes de la nueva España salida de la Transición, y tal vez su mirada no es amable; con un reparto de aupa (Landa, Maura, Argentina, Paredes, Rellán), Tata mía quizá sea su película estilísticamente más tradicional, sin por ello perder interés.
Siete años habrán de pasar hasta que Borau vuelva a ponerse detrás de las cámaras; será con la serie televisiva
Celia, sobre las novelas de Elena Fortún, con el lujazo de contar con la gran Carmen Martín Gaite como coguionista. En principio no estaba previsto que Borau la dirigiera, sólo que se encargara de la producción y el guión, pero finalmente el cineasta zaragozano se puso a los mandos. El resultado fue una agradable serie, celebrada por el tono iconoclasta de la niña protagonista, y muy bien recibida en la televisión de la época, entonces la aún todopoderosa TVE.
Nueva pausa en su actividad como realizador, ahora de cuatro años, hasta que en 1997 hace una de las que puede considerarse, sin acaloramiento, como uno de sus filmes más endebles,
Niño Nadie, la historia de un pobre diablo que busca una filosofía que le dé las claves de la vida. Con un punto (o una raya entera…) que colinda con el surrealismo, Borau parece que hacía cábalas aquí sobre el sentido de la vida y sobre la facilidad con la que los seres humanos podemos convertirnos en fans irredentos de cualquier mamarrachada. Pero erró el tiro, y el público tampoco le siguió, como era de esperar.
Finalmente, en 2000, Borau se despide de la dirección cinematográfica con
Leo, que jugaba al realismo suburbial, con callado segurata que se siente atraído por una chica de aspecto marginal, relación que se revelará como complicada y, a la postre, dramática. La relación entre desiguales, a pesar de ser ambos prácticamente de la misma clase social, será uno de los temas relevantes de esta película, que consiguió el Goya al Mejor Director, pero cuya acogida por el público fue bastante fría.
Y después, el silencio. Una lástima, porque Borau demostró, en apenas una decena de títulos, poseer un denso, intenso mundo propio que, lamentablemente, nos legó en dosis muy escasas: diez parcas dosis de (mayor o menor) talento, pero en definitiva un cine diferente, y necesario, y con frecuencia espléndido.
Descanse en paz este cineasta aragonés y universal, como le gustaba autodefinirse.
Pie de foto: José Luis Borau, también actor, en
Furtivos, como el ominoso gobernador civil con aficiones cinegéticas.