Rafael Utrera Macías

Max Estrella:  ¡Don Latino de Hispalis, grotesco personaje, te inmortalizaré en una novela!

                         Valle Inclán. “Luces de bohemia”



El Museo Picasso de Málaga dedica una magna exposición a un tema al que en la historia del arte se le conoce con el nombre genérico de “lo grotesco”. Obviamente las características y especialidades del referido centro se orientan hacia una presencia mayoritaria de elementos pictóricos pero no faltan significativos ejemplos vinculados a la escultura, al grabado, a documentos impresos, etc. etc. Y como simbólica representación, la proyección de algunos títulos significativos de la cinematografía mundial de manera que el factor “grotesco” esté representado en el cine y se haga visible, con Meliés y Keaton, con Chaney y Karloff, en el cine también.

Un diccionario de la lengua española, sea normativo o de uso, define esta expresión, en primer lugar, con los términos “ridículo” y “extravagante”, para, en una segunda significación, asemejarlo a “irregular, grosero y de mal gusto”.  De otra parte, estableciendo ahora la pertinente relación entre significación cotidiana o usual e historia artística, la proximidad fonética y gráfica de grotesco y grutesco (de gruta) permite establecer ciertos paralelismos entre la semántica de ambos términos; de este modo, se puede hablar de “columna” o “artífice” grutesco y, por ello, las bellas artes tradicionales aluden a los adornos caprichosos situados sobre cornisas y fachadas, junto  a una figura, animal o humana. Todavía la referencia histórica más oportuna alude a la decoración encontrada en las ruinas de los  palacios de Nerón y Tito, en la denominada Domus Aurea, y de aquí, tomada como modelo artístico susceptible de ser interpretado posteriormente en función de distintas y distantes sensibilidades históricas.

Que de las artes tradicionales saltara a la fotografía y de ésta al cinematógrafo pasa por ser herencia lógica; nada puede, pues, extrañarnos si en algunas salas del museo se nos invita a acercarnos a unas pantallas, en las que, tras  colocarnos cascos de sonido, se nos ofrecen situaciones y personajes en todo semejantes a los representados en óleos, litografías, esculturas o en infinidad de formas expresivas sean de los siglos pasados o de la moderna contemporaneidad. Los complementos audiovisuales que justifican la existencia de ese factor en esta exposición están referidos, en unos casos, a lo que se ha venido llamando en el lenguaje cinematográfico “modelo de representación primitivo” aunque el resto encaja obviamente en el denominado “de representación institucional”.

Ejemplos del primer cine francés, centrado en la magia y el espectáculo de Meliés, junto a iconos universalizados de la comedia americana, de Arbuckle y Keaton, se sitúan junto a otras secuencias donde la iconografía de lo grotesco en movimiento nos advierte de cómo la cinematografía universal heredó tipos y situaciones tanto de la ópera bufa como del music-hall y del circo; conceptos como miseria, fealdad, belleza, monstruosidad, junto a otras categorías artístico-estéticas semejantes, conformaron un universo cinematográfico en  todo semejante a las representaciones y formas pictóricas hoy colgadas en las salas de este museo.

En efecto, da Vinci, Goya, Klee, Picasso, Bacon, Dalí, Ray, Oppenheim, Solana, Viola, Bagaría, y un sin fin de artistas (hasta 70 según catálogo de la exposición) de los pasados siglos conforman un plural universo de 270 obras donde se dan cita los monstruos producidos por los sueños de la razón, como sugiere Goya, o se plasman mediante divergente entendimiento de un mismo hecho los ruidos y furias causados por las sinrazones de la razón, creados por los superhombres y soportados por sus víctimas, sin limitaciones temporales. En síntesis, se propone la exposición abundar en la heterogeneidad de un discurso donde se reúnen, sin acuerdos previos, “el desprecio y la piedad, la risa y el llanto, la empatía y el escarnio, el espanto y la ternura; al fin, el rechazo y el abrazo ante lo que somos”.

Como puede verse, la diversidad de autores agrupa a los clásicos italianos, a los modernos franceses, a los rupturistas españoles y a los más recientes americanos. La tradición áurea, continuada o renovada por los artistas del XVIII y del XIX, es seguida por las vanguardias de la Europa  de principios del siglo XX y por las incipientes tendencias sobrevenidas en los inicios del XXI. La lógica de la representación, el mimetismo de lo real, la habitual mirada del artista que “copia” la vida misma y al viviente ser humano, se transmuta en la representación del pensamiento, de lo pensado o, aún más, de la representación del sueño, de un sueño donde las limitaciones a la libertad han dejado de existir y donde el humano vive lo soñado sin cortapisas sociales y sin otras alteraciones que las del puro sueño. En Un perro andaluz asistimos, por mano de Dalí y Buñuel, a la expresión plástica de una aventura donde la ilogicidad del pensamiento o la lógica del sueño relacionan formas y figuras aparentemente inconexas pero vinculadas entre sí gracias a un orden surrealista de tanto calado, si no más, respecto al funcionamiento  de la organización social donde el ser humano tiene instalada su vida cotidiana.

De manera bien distinta, lo denominado “grotesco abismático” nos lleva a otras parcelas en las que la comicidad, “lo cómico”, con todas sus posibles variantes respecto a géneros y taxonomías, deviene en situaciones carnavalescas donde la máscara, con sus variadas formas y colores, consigue establecer complejas conexiones sociales. Lo burlesco y lo satírico tienen excelente tradición en el mal denominado “séptimo arte”; en este sentido la exposición ha priorizado, como hemos dicho antes, ejemplificaciones humorísticas según el tratamiento de los creadores cinematográficos.

Diversos Filmes de Georges Meliés o de nuestro Segundo de Chomón (llamado por entonces “el Meliés español”), usando las primitivas técnicas del coloreado a mano (con o sin “pochoir”), del paso de manivela, del movimiento invertido, entre otras, nos transportan a un  mundo mágico donde la fantasmagoría es capaz de situarnos, tras un accidentado viaje por los espacios siderales, en la Luna, Marte, Júpiter,  de la misma manera que una bella señorita entra, por la derecha, en un extraño artefacto  y sale, por la izquierda, convertida en mariposa; como en un hotel o teatro donde todo funciona eléctricamente sin necesidad de personal. El juego de magia no era trabajo exclusivo del mago con chistera y conejo; el primitivo artista del cine convertía elementos cotidianos y  personas corrientes en materia de ensoñación con aquellos artilugios que producían la fascinación de un espectador ingenuo capaz de soñar despierto o asustarse al ver a seres siniestros, estrambóticos, terrestres o extraterrestres, salir de cápsulas aéreas, autogiros, submarinos, y otros medios de locomoción dotados de dudosa mecánica y alucinados conductores. Es lo que se llamó “cine de atracciones”, por cuanto todavía la necesidad de una narración ortodoxamente codificada no era sentida como imprescindible.

Por su parte, El botones (1918), de Arbuckle y Keaton, cine cómico americano cien por cien, ejemplifica sobre el humor ingenuo y absurdo, como ocurriría con la mayor parte de la filmografía “slapstick”; ésta ofrece una concepción de la vida y del mundo donde las fuerzas sociales del universo están tan mal repartidas que si a un lado está el policía en el otro se encuentra el ingenuo, el indigente, el tonto, tan dispuesto a soportar las embestidas del guardián del orden, si no hay otro remedio, como a desquitarse cuando pueda jugándole al otro la correspondiente mala pasada. En fin, el burlesco acoge los descubrimientos y tradiciones de la comedia del arte, del vodevil y la pantomima, para conformar una tipología de seres, Sennet, Arbuckle, Chaplin, Lloyd, Keaton, etc, etc., cuyas caras manifiestan infinita ternura o máxima perplejidad.

Con un discurso diferente, El jorobado de nuestra señora de París (1923), de Wallace Worsley, remite al tema clásico de la bella y la bestia; el cine ha realizado distintas versiones y lo ha enfocado desde diversas perspectivas. En el origen de la historia estaría la leyenda clásica de Cupido y  Psique, por más que la cinematografía del mudo prefiriera orientarse por la literatura de toque romántico y, en este caso fuera la novela de Víctor Hugo el punto de partida. La deformación del varón, repulsivo en su conjunto y por tanto marginado social, no impide tener un corazón tan sensible como enamoradizo; la relación entre beldad y monstruo dará lugar a diversos tipos de situaciones y, por consiguiente, a modalidades cinematográficas tan diversas como géneros (literarios o cinematográficos) puedan darse, Nosferatu, Drácula, King Kong, y autorías tan distantes como Murnau, Cocteau, Coppola. Aquí, Quasimodo, el jorobado, está interpretado por  Lon Chaney, y Esmeralda, la bella gitana, por Patsy Ruth Miller. La capacidad de caracterización del actor ofrece la fealdad necesaria exigida por la iconografía del género al tiempo que las gárgolas de la catedral parisina lo sitúan en el grado de feísmo y aborrecimiento necesario a ojos del espectador.

La locura es el marco donde Mark Robson sitúa Bedlam (1946); un Londres del XVIII acoge la aventura desarrollada en un manicomio conocido popularmente como Bedlam; allí una adinerada clase social  encuentra divertimento y ocio mientras observa, tan jocosa como distanciadamente, el comportamiento de los enfermos. El “malo” está interpretado por Boris Karloff (el celebérrimo intérprete de Frankenstein, de James Whale)  y la joven sensata que pretende modificar el pérfido funcionamiento del hospital lo hace Anna Lee (personaje de Nell Bowen). También la locura será materia argumental capaz de perturbar las relaciones entre el doctor y la muchacha. Este psiquiátrico, espacio poblado de figuras dementes, esquizofrénicas, paranoicas, enajenadas, conforma un museo donde el sabio profesor mantiene el control más allá de lo razonable; al menos, en una parte de su peculiar perfil psíquico emparenta con  la obra de Wiene El gabinete del Dr. Caligari y con todo aquello que, derivado del sueño de la razón, acaba, como ya sabemos, produciendo monstruos.

A estos ejemplos visibles podían añadirse otros con parecida significación cinematográfica. Así, en una de tantas vitrinas pudimos contemplar abundantes ejemplares de la revista España en función de las bellísimas portadas del dibujante e ilustrador Luis Bagaría; si hubiéramos podido ojear su interior nos hubiéramos topado nada menos que con las primeras críticas cinematográficas publicadas en nuestro país; como es sabido, Ortega y Gasset, director de la publicación, propuso colaboración a Federico de Onís y éste, aunque bajo el pseudónimo de “El Espectador” (Martín Luis Guzmán y Alfonso Reyes lo harían también como “Fósforo”), se decantó  por ejercer la crítica cinematográfica, con semejantes atributos a como se ejercía la literaria o la musical.

El recorrido por las distintas estancias de la exposición y la comprobación de la abundante tipología de “lo  grotesco” en sus diversas formulaciones ya mencionadas, nos evocaron secuencias propias de una filmografía altamente cualificada. Basten algunos ejemplos. Determinados cuadros remitían a personajes y situaciones de Freaks (La parada de los monstruos, 1932), de Tod Browning, otra personalísima versión de la bella y la(s) bestia(s), de la normalidad frente a la anormalidad, de la crueldad (o crudedad, como exigiría Artaud) y del sarcasmo usado para hacer ver la metamorfosis de la bella. Y en otros motivos plásticos, fueran cuadros gigantescos o minúsculos, creíamos ver a tantos personajes fellinianos dignos de un museo personal de lo grotesco: Zampanó en La Strada, la estanquera de Amarcord, los participantes en el banquete de Trimalción en Satyricón, el carro de la muerte y el desfile de la moda eclesiástica en Roma, Casanova practicando con la marquesa d´Urfé en Il Casanova.

Por su parte, el cine español no ha sido ni es ajeno a plurales modos de entender las diversas manifestaciones de este tema. La filmografía de Alex de la Iglesia es un compendio de escenas donde lo grotesco viene representado por la actuación del personaje, por su caracterización, por los escenarios donde el sujeto se inscribe o se describe: el trío de El día de la bestia, los “juguetes rotos” de 800 balas,  los macroespacios de Balada triste de trompeta sirven para conjugar rencor, odio, agresividad.

Acudir a Valle Inclán significaría entrar en el mundo del esperpento donde lo grotesco se desenvuelve como resultado de la deformación (que nos hace pensar otra vez en Goya y sus Caprichos); Esperpentos, de García Sánchez o, aún mejor, la excepcional trilogía para televisión compuesta por Las galas del difunto, Los cuernos de don Friolera y La hija del capitán suman una conjunción de grotescos personajes y grotescas situaciones donde los términos arriba definidos tienen ejemplar muestrario.

Finalmente, nada de cuanto llevamos dicho le es ajeno a la obra de Pablo Berger, sobre todo, a su sorprendente Blancanieves; la madrastra y su contexto, primero, y el carromato de enanos toreros, después, conforman un alucinante catálogo en el que las mixturas del cine con la literatura y la pintura arrojan un sorprendente saldo artístico y una enjundiosa herencia cinematográfica donde lo grotesco goza de excelente representación.