Rafael Utrera Macías

“Medea 2”, nuevo título de Javier Aguirre, sucede a “Dispersión de la luz”, personalísima versión y elocuente lectura del poemario de Rafael Alberti “Sobre los ángeles”; el cineasta toma ahora como pre-texto literario la tragedia de Séneca para resolver con determinada estética y funcional narración, siempre de acuerdo con su peculiar estilística habitual, una especial dramaturgia emanada del conflicto planteado por el autor cordobés, y se manifiesta en la pantalla a través de una diversificación de valores literarios y plásticos que, en la mejor tradición de su independiente filmografía, conjugan dicción y fotogenia, ritmo musical y composición narrativa.
Las variantes sobre la historia y leyenda de Medea van mucho más allá de establecerse sobre las diferencias existentes entre el texto de Eurípides y el de Séneca; en efecto, por delimitar la cuestión a una argumentación específica, cabría optar por atribuirle a esta maga la larga lista de asesinatos, desde Apsirto a Glauca, o por el contrario, enjuiciarla como la mujer que reacciona temperamentalmente ante un injusto abandono de su marido. El dramaturgo griego lavaría así la imagen de una ciudad, Corinto, empañada por trágicos acontecimientos. Por su parte, el filósofo y comediógrafo latino, en la más pura tradición de la “variatio”, efectuaría una lectura donde las pasiones de los personajes, sobre todo del principal, Medea, se manifiestan a través de cuadros tan progresivos en la exposición de los hechos como sucesivos en la organización, además de rubricar los textos con oportunas reflexiones morales donde se percibe, tantas veces a partir del mismo coro, el estoicismo del personaje manifestado por medio de la expresión natural aunque acompañada de elaborados recursos retóricos.
Tras los créditos iniciales, la película nos introduce en su polivalente discurso precedido por un exordio; sabe muy bien el autor que éste debe tener por objeto excitar la atención y preparar el ánimo de los oyentes. Esta Medea contemporánea, española, termina con la vida de sus hijos para, de ese modo, castigar al marido; como esa publicidad que enfatiza la importancia de la ficción por estar basada en hechos reales, el espectador, acostumbrado al lenguaje periodístico y televisivo marcado por el amarillismo sensacionalista, re-conoce los hechos y queda predispuesto, desde el hoy (presente temporal y espacial), para “degustar” el texto senequista y, consecuentemente, “comprender” el ayer (pasado temporal y espacial). Esta “televisiva” introducción, guiada por una enfatizada voz en off, parece distanciarse del lenguaje “anti-cine-matográfico” habitual y propio del director; la narración de los sucesos senequistas, dispuestos estructuradamente por Aguirre, viene a evidenciar que los hechos de la tragedia clásica y su mitológica literatura se repiten intemporalmente, de modo muy semejante y en circunstancias humanamente parecidas, por más que los contextos donde se instalan puedan parecer diametralmente opuestos y muy lejanos en el tiempo. Por explicarlo con palabras de Unamuno, traductor en prosa española del verso senequista, “la tremenda pasión que agita las más típicas tragedias de la historia de nuestra España”, según sentenció D. Miguel tras la representación de “su” “Medea” (Mérida, 1933) interpretada por Margarita Xirgu.
Los hechos dramatizados por el filósofo cordobés quedan dispuestos en cinco actos donde el soliloquio o el diálogo, con sus distintas funciones, proceden de unos personajes, Medea, Creonte, Jasón, Nodriza y Mensajero, a quienes se une el Coro, en su habitual función de subrayar hechos, marcar deliberadamente situaciones, enfatizar intenciones del discurso, conseguir declaradamente la necesaria dialéctica de unos frente a otros, de uno frente o contra los demás.
Los hechos dramatizados por el cineasta vasco se instalan en dos campos diferentes; de una parte, estableciendo su lectura habitual y recreando las situaciones con estilemas propios de su personal lenguaje expresivo; de otra, instalándose en una de tantas posibilidades, tan personales como creativas, tan creativas como personales, según se han dado en precedentes firmados por Dreyer (guión), Pasolini (“Medea”, según Eurípides), Ripstein (“Así es la vida”, siguiendo a Lucio Anneo), por citar sólo una ilustre tríada, a los que se podrían añadir los de Dassin, Chaffey y hasta del mismísimo Von Triers, realizador para televisión del guión cuya autoría corresponde al citado autor de “Ordet” y “Gertrud”.
Un aspecto llamativo de este film es la sustitución del coro por específicos bailes y diseñadas danzas cuya heterogénea composición, procedimiento enunciador, disponibilidad del espacio y ritmos sincopados, según la diferente temática de su discurso, construyen un corpus original en el que la resolución plástica se nutre de imágenes dinámicas y de sus variados montajes resultantes; unas y otros conjugan polivalentes significados que remiten, con el movimiento y la música, al sentido de la tragedia emanado previamente del texto literario.
Este texto literario, sintético y pulido para esta versión (por Jesús Luque Moreno), resultado de la pertinente traducción al castellano y de la precisa prosificación, resulta dúctil, elegante, fluido, de modélica dicción en Esperanza Roy (Medea), capaz de mantener los melismas de su recitado sin flaquear ni en la sintaxis, ni en el ritmo, ni en la elocución, ante una cámara (y un director detrás) que no le permiten descomponer el gesto y la obligan a mantenerse enfrentada al artilugio o a la vez al amigo o enemigo que, en escena, tiene junto a ella. Es tan sorprendente el resultado que parece natural y logrado sin artificio alguno; su experiencia en lides semejantes ya quedó muy clara en Vida perra y en su inolvidable Juanita Narboni. De la misma manera, los demás intérpretes descubren su texto con parsimonia y nobleza o con enfatización y galanura; en tal sentido, el busto de la Nodriza (Nati Mistral) inunda iconográficamente la pantalla con la majestuosidad de su cara, la persuasión de su voz apoyada en la experiencia que conlleva y, al tiempo, la temeridad ante un incierto futuro donde la tragedia acecha a los más jóvenes. De la misma manera, los varones ponen cuerpo y voz, temple o fatiga, reciedumbre o templanza para “ser” Jasón (José P. Carrión) o Creonte (Manuel de Blas); y en simbólico papel (acaso uno de sus últimos) un Fernando Fernán-Gómez que, gesto y voz, no necesita dialogar con el coro (como en el acto V del original) para hacernos creer que en este estrago hay algo maravilloso porque el agua alimenta un fuego inextinguible.
“Medea 2” es un film sonoro en función de su verbalización y de su música pero al tiempo integra una estructura vinculada al cine mudo o silente, no tanto por los valores cromáticos utilizados sino por la composición de un montaje interno que Aguirre organiza para las disertaciones o enunciados de sus personajes; del mismo modo, la Medea alternativa, mediante los recursos rítmicos y melódicos, traspasa las zonas del musical y se instala en una armonía de contrarios donde color y colores, pasos y movimientos discurren en una vorágine figurativa que, en muchos casos, está construida con elementos ya clásicos de la estilística aguirreiana. No puede sorprendernos tal cuestión cuando, desde el primer momento, el propio título queda pitagóricamente establecido con el numeral (u ordinal, según se lea) en la misma línea informativa que “Espectro siete”, “Uts cero”, “Múltiples, número indeterminado”, o, saltando a otros parámetros, “Temporalidad interna”, “Objetivo 40º” o “Impulsos ópticos en progresión geométrica”. Adentrarnos en la Medea “musicalizada” es percibir procedimientos y recursos (ahora realizados con nuevas tecnologías) que emanan del abismo intelectual y de la profunda cultura que Aguirre atesora en su elocuente filmografía que es “cine-cine” en su dimensión creativa (en el mejor sentido del término) y “anti-cine” en su dimensión comercial (en el peor sentido del término). Los recursos del metalenguaje, al igual que en “Dispersión de la luz”, ofrecen un collage de elementos expresionistas (y en algún punto surrealistas), convertidos en símbolos de la cultura contemporánea, que homenajean al cine mudo tanto en aspectos formales como iconográficos. Y es que, Aguirre, fiel a sí mismo, ahora también en “Medea 2”, sigue haciendo suya una idea iniciática (acaso también sentimiento y cosmovisión) que se apoya en dos elementos esenciales: continuar buscando en los ilimitados campos del arte y hacerlo con la máxima simplificación de los elementos expresivos.
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(*) Este comentario crítico fue publicado en el programa de Filmoteca Española con ocasión del estreno en Madrid.