Enrique Colmena

Esta primera década del siglo XXI parece estar certificando el ocaso del cine en la forma que tradicionalmente la habíamos entendido, aquella en la que se acude a ver películas a una sala comercial, con una gran pantalla, donde se accede previo pago de una entrada. Las nuevas tecnologías, y en especial el auge de la descarga de cine en el propio ordenador a través de los emuladores conocidos como P2P (los populares Emule, Ares, Azureus, y toda una barahúnda de programas similares) está propiciando la desertización de las salas de cine. No es la única razón, por supuesto; las cosas nunca son simples; hay otras, como el cambio de costumbres en la gente joven (auténtico caladero del cine de siempre), que prefiere utilizar sus ratos de ocio en otras diversiones, mientras que el público maduro hace años que hizo visible su defección de las salas de cine. El factor económico, incluso antes de la cacareada crisis, tampoco es baladí: hoy día ir al cine para una parejita típica sale, entre entradas, palomitas y refrescos, por no menos de 20 euros, y los chicos no tienen la faltriquera como para hacer tales desembolsos con frecuencia, máxime cuando tienen la oportunidad de ver esas mismas películas, y gratis, poco después de su estreno, en la pantalla (cada vez más grande) de su ordenador, con sonido estéreo y en zapatillas.
Entre todos la mataron y ella solita se murió, como decía el clásico. El cine tradicional intenta afrontar la crisis con remedios que saben a nuevo (aliándose con las nuevas tecnologías: la multidifusión de una única copia para todo un país, desde un punto emisor central, con el correspondiente ahorro en las costosas copias), pero también a viejo (esas tres dimensiones que otra vez se reputa como remedio de todos los males del cine, qué cosa más antigua...). El “star system” se hunde: las estrellas de antaño ya no garantizan grandes taquillazos, sino que es el cine/espectáculo, ahíto de efectos especiales, el que consigue las mejores recaudaciones.
Hay nuevas formas de narrar, contagiadas de otros fenómenos de nuestro tiempo: quizá el más evidente sea el del videojuego, cuyo lenguaje propio está siendo mimetizado en no pocas películas, buscando acercarse a un público que conoce perfectamente su sintaxis y sus reglas.
En ese contexto tan novedoso, tan cambiante, ¿cómo está evolucionando la crítica de cine? Pues me temo que de ninguna forma: seguimos anclados en los mismos registros del Mayo del 68, con críticos que parecen salidos directamente de las barricadas y que parecen adoctrinados todavía por Daniel Cohn-Bendit, aquel bendito Danny el Rojo que ya hoy es también poco menos que un “yuppie”. Hombre, al menos no están infectados por aquella mamarrachada maoísta del “Cahiers du Cinema” de los años setenta, cuando los críticos de la revista que una década antes revolucionó el cine se creyeron que, también, podían revolucionar el mundo.
Caído que fue el Muro de Berlín directamente sobre las espaldas de buena parte de la crítica occidental, que comulgaba (qué verbo más apropiado...) con los dogmas estalinistas aunque supuestamente apostara de boquilla por las libertades despectivamente llamadas "formales", los supervivientes entraron en un estado de postración nihilista del que aún no se han recuperado, y, a falta de esa otra santísima trinidad formada por la Tesis, la Antítesis y la Sintesis, tomaron como única divisa un infantil antiamericanismo, en el que cualquier cosa que oliera a yanqui era malo, y cualquier cosa que fuera, o pareciera, antiUSA, era susceptible de ser apoyado "ad nauseam". No seré yo quien respalde la nefasta política de George W. Bush, pero de ahí a considerar a los Estados Unidos como el diablo sobre ruedas, hay una distancia sideral. Los gringos han hecho el mejor cine de todos los tiempos durante las décadas de los cuarenta y cincuenta, y aún hoy, con sus muchas deficiencias, sigue siendo la referencia mundial en cine, capaz de lo peor (esas infectas producciones meramente comerciales), pero también de lo mejor (ese cine que, aun trufado de dólares, apuesta por hablar de temas comprometidos, de problemas de nuestro tiempo).
Así que la situación de la crítica de cine, al menos en España, no es precisamente halagüeña: generalmente hay una única visión, un único prisma ideológico, tan antiguo además, con lo que eso empobrece cualquier perspectiva de las cosas, no digamos del cine. Se antepone con frecuencia la militancia, sea formal u oficiosa, a lo que debería ser el santo y seña del crítico, que no es otra cosa que hablar al espectador sobre cine, orientar, formar, por qué no enriquecer intelectualmente. Si se opta por la senda del dogma, mal vamos, y ésa, lamentablemente, es la opción mayoritaria hogaño en la crítica de nuestro país.
Porque, además, nuestros críticos, en especial los que escriben en la prensa diaria escrita, parecen hacerlo para cuatro gatos, aquellos que son capaces de seguirles en sus demasiado sesudas digresiones, cuando precisamente, dado el medio en el que escriben, lo que pide la inmensa mayoría de los lectores no es sino una somera orientación sobre lo que va a ver (o no ver...) en las televisiones, o sobre qué película puede ir a ver el fin de semana. Pero el crítico arquetípico de este tipo de Diario, de Sevilla o cualquier otro sitio, elabora textos que tendrían más sentido en la (lógicamente) extinta revista "Contracampo", búnker de la crítica militante de los años setenta y ochenta, que había que leer con un diccionario al lado y por supuesto totalmente entregado a la causa del maoísmo (o del estalinismo: para el caso qué más da...).
Así las cosas, no es raro que las páginas dedicadas a comentar las películas que emiten las televisiones sean las menos leídas (junto con los anuncios por palabras...) de cualquier diario, enrocados sus sesudos críticos en sus eruditas torres de marfil, donde no hay sitio más que para exquisitos (eso sí, a ser posible no americanos, que ya se sabe que son todos unos fascistas...). Así que las referencias nostálgicas a Ozu, a Shindo, a Ray (Satyajit, se entiende, no Nicholas, que era yanqui y, consecuentemente, un facha...), a Pasolini, a Fassbinder... son su tónica, como si el cine empezara y terminara en estos maestros.
Tenemos que repensar la crítica: hay que tener en cuenta varias cuestiones: una, que el cine no se ha estancado, y que, como la vida, evoluciona, se adapta a nuevas situaciones (históricas, tecnológicas, sociológicas, de costumbres); por tanto, no podemos estar echando permanentemente la mirada atrás dando alas a una ininterrumpida melancolía por el cine que se fue, sino que tenemos que empezar a valorar el cine que tenemos; hay que saber de donde venimos, pero también que el Cine, con mayúsculas, no ha acabado, como no finalizó la Historia, como erróneamente predijo Francis Fukuyama. Así que loor a Murnau, Mizoguchi y Renoir, a Visconti, Bergman y Kurosawa, a Eisenstein, Mackendrick y Ophüls, pero sin por ello despreciar a los nuevos creadores; dos, que el cine actual propone nuevos lenguajes, nuevos códigos que hay que desentrañar, que hay que poner en valor, porque no todo en él es aturdimiento y palomitas; tres, que el espectador al que el cine se dirige hoy día, en cualquiera de los muchos soportes en los que el viejo Séptimo Arte se puede disfrutar, nada tiene que ver con el intelectual de los años setenta y ochenta. Eso no quiere decir que no haya sitio para el cine que se compromete con su tiempo, o que busca nuevas formas de expresión, o que intenta contar cosas nuevas. Pero de ahí a dar todo el valor a ese cine y despreciar olímpicamente cualquier otra opción que no anide en el cine independiente o "underground", hay un abismo.
Así que a ver si los críticos empezamos a poner los pies en el suelo, en vez de seguir viviendo en ese Nirvana evanescente en el que todo lo antiguo (y no americano) es bueno, y todo lo actual (y americano) es lo peor. ¿Seremos capaces? Tengo serias dudas: las mentes cinceladas en mármol tienen pocas posibilidades de moldearse. ¿O no?