bluf
Del ingl. bluff.
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2. m. Persona o cosa revestida de un prestigio falto de fundamento.
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(Extraído del Diccionario de la Lengua Española de la RAE)
Continuamos con la revisión de la filmografía de Terrence Malick, con motivo del estreno de su película Vida oculta. Si en el anterior capítulo repasamos sus tres primeros largometrajes, Malas tierras (1973), Días del cielo (1978) y La delgada línea roja (1998), en este hablaremos del resto de su obra, hasta nuestros días.
Bostezante Pocahontas
Fiel (todavía...) a esos plazos tan largos que se daba entre película y película, Malick tarda siete años desde su anterior film para hacer El Nuevo Mundo (2005), que en resumidas cuentas no es sino una versión “con actores” de Pocahontas, la famosa leyenda de la amerindia que llevó al cine Disney, con la técnica del dibujo animado tradicional, en el pasado siglo XX. Claro que Malick no iba a hacer una aventura al uso, estaría bueno... Desde la perspectiva de Terrence, la historia de esta mujer india que conocería al descubridor John Smith (el equivalente, para entendernos, a un Colón anglosajón), y las relaciones entre ambos, no es sino una excusa para hacer un canto cuasi elegíaco a la Naturaleza americana, a los paisajes nunca hollados por la mano del hombre, hasta que llegó el rostro pálido para no solo hollarlos, sino destrozarlos.
Desabrida, con esa voz en off malickiana que es como un martillo pilón, de lo pesada que es, con esas imágenes delicuescentes, desvaídas, que a ratos más parecen de David Hamilton (sin enseñar tetas ni culos, se entiende, que este es muy casto, y cada vez más...), esta nueva visión de Pocahontas hace que por comparación la versión de Disney, que no era precisamente muy entonada, sea tan vibrante como En busca del arca perdida... El bostezo es, entonces, la actividad humana más ejercitada durante la visión del film, sin descartar alguna que otra cabezadita en el espectador, sin duda tan extasiado con la belleza de postalita que no puede resistir la tentación de dormir un poco la mona...
Aburrida hasta decir basta, El Nuevo Mundo ejemplifica perfectamente la deriva de Malick, haciendo películas larguísimas, dilatando artificialmente la materia argumental, fiándolo todo en la preciosura de los paisajes pero sin dotar de contenido esas imágenes vacías, impostando mensajes vacuos y pretenciosos, haciendo de la pedantería una de las huecas artes. Como suele ocurrir en esta nueva fase de la filmografía malickiana, los intérpretes “navegan” como buenamente pueden, sin saber a ciencia cierta qué puñetas son sus personajes, a qué juegan sus roles, qué se espera de ellos, aparte de poner caras solemnes y circunspectas. Así, Colin Farrell, que tampoco es que sea Laurence Olivier, deambula por los planos de la película intentando ser lo que quiera que pretendiera Malick que fuera su personaje de John Smith, y la cuasi debutante indígena Q'orianka Kilcher hace lo que puede con su papel, aunque es cierto que la cámara quiere su rostro anguloso y exótico, y con eso ya tenía buena parte del camino recorrido. Un buen puñado de actores de renombre, desde Christian Bale al veterano Christopher Plummer, daba fuste a una historia que, por lo demás, se pegó una sonada costalada en taquilla, como era de prever.
¿Árbol o arbusto?
Seis años tardará Malick, afortunadamente, en volver a fustigarnos con su cine. Su siguiente largometraje será también una costeada producción con muchos y buenos actores (como diría el clásico: ¡qué desperdicio!), titulada ampulosamente El árbol de la vida (2011), también con guion propio, como casi toda su filmografía, una historia ambientada en los años cincuenta en la América profunda (para la ocasión, Texas), con una familia a la que, como a Job (al que se invoca al comienzo del film), le pasa de todo, una historia que pretende también re-crear ese territorio fantástico y con frecuencia cuasi onírico de la infancia, pero con una pretenciosidad, una grandilocuencia vacía, que hará que el espectador se sienta (él sí) como un nuevo Job que habrá de soportar las casi dos horas y media de metraje (¡más de tres horas en la versión extendida, qué horror!) con una paciencia digna de mejor causa.
Como siempre con imágenes muy bellas pero con una cada vez más acentuada tendencia hacia la postalita inane, El árbol de la vida cuenta con la lujuriante fotografía del mexicano Enmanuel Lubezki, habitual operador de Alejandro González Iñárritu y Alfonso Cuarón, y que desde hace algún tiempo lo es también de Malick, y con la siempre espléndida música de Alexandre Desplat, a pesar de lo cual ambos no consiguen redimir esta relamida castaña pilonga que, en puridad, es la película. Además, Terrence contó con un repartazo como para un proyecto de verdad interesante: Sean Penn, Brad Pitt, Jessica Chastain, el emergente Tye Sheridan (el mejor de su quinta, con permiso de Tom Holland y Timothée Chalamet). Todo en vano: tres nominaciones al Oscar que se saldaron con un cero patatero en estatuillas, y con el habitual elogio sin tasa de la crítica papanatas y el repudio del público que pasó por taquilla.
Amor engolado
Espoleado quizá Malick por las buenas críticas obtenidas de la crítica seguidista de turno, se salta su regla de tardar varios años entre cada film y rueda casi enseguida To the wonder (2012), que será su mirada sobre el amor entre los seres humanos, hombres y mujeres, con una (otra) alambicada historia ambientada entre Europa y Estados Unidos, con amantes de dispar procedencia y los problemas que conllevan hoy día las residencias en países diferentes al propio. Con un reparto apañado aunque con un punto hierático que convenía a la historia (Ben Affleck, Olga Kurylenko, Javier Bardem, Rachel McAdams), sin embargo la tendencia del cineasta de Illinois de hacer que cualquier película suya tenga que parecer (o así lo cree él) la Capilla Sixtina, hace que su nueva obra se estrelle comercialmente y hasta concite bastante menos entusiasmo que sus pelis previas.
Nos quedamos “in albis”: ¡qué pena!
Tan mal fue la cosa en general con To the wonder, y en España en concreto (aquí no llegó a 35.000 espectadores, según la web del Ministerio de Cultura/ICAA), que los distribuidores patrios debieron de pensárselo para sucesivas películas de Malick, y de hecho así fue. Tres años tardará entonces el cineasta de Illinois en rodar su siguiente proyecto, Knight of Cups (2015), que se quedó inédita en España, en torno a la creatividad, la culpa, el sexo, en otra vuelta de tuerca preciosista e inane supuestamente sobre el ser humano, que vuelve a darse la gran costalada, aunque en este caso un presupuesto modesto alivia el fracaso económico. Que Malick desperdiciara un elenco artístico en el que estaban Cate Blanchett, Christian Bale, Natalie Portman, Brian Dennehy, Armin Mueller-Stahl y nuestro Antonio Banderas fue, desde luego, imperdonable; eso sí que hubiera sido para que Terrence tuviera, con fundamento, el complejo de culpa que pesa sobre el protagonista de esta película.
Tampoco Song to song (2017) será exhibida comercialmente en España, sin duda recelosos los distribuidores del cine de un director tan empeñado en hundir, uno tras otro, sus films. Aquí Malick presenta varios personajes interrelacionados de diversa manera entre ellos, todos de alguna forma vinculados a la música, su creación o su producción, todos buscando eso que llaman éxito, otra vez con repartazo: Michael Fassbender, Natalie Portman, Cate Blanchett, Ryan Gosling, Rooney Mara, Val Kilmer, Holly Hunter... y otra vez habrá que invocar aquello de ¡qué desperdicio!
Lo último que no es lo último
Vida oculta es la última película de Malick (por ahora, que ya tiene en postproducción The last planet, al parecer una revisión de algunos episodios de la vida de Jesucristo), en la que se nos cuenta (más o menos) la historia verídica de un austríaco que no cedió ante la corriente nazificadora de su país durante los años treinta y cuarenta y se convirtió en poco menos que un mártir; de hecho, en esta última etapa de la filmografía de Malick se viene observando una progresiva religiosidad que, por supuesto, casa muy bien con su tendencia a la solemnidad, a la prosopopeya, a una cierta e impostada teología. Este santo laico (próximamente quizá no tan laico, según parece) servirá como excusa para otra buena tanda de paisajes paradisíacos, en este caso del Tirol austríaco e italiano; para, de nuevo, la insoportable voz en off que no cesa nunca, que sigue y sigue como el conejito de Duracell; otra vez una música impenitente, ininterrumpida, monótona; otra vez actores lánguidos y etéreos deambulando por el plano; y otra vez, sobre todo, tres horas que no se acaban nunca, para contarnos algo que con ochenta minutos iba que chutaba... Menos mal que en este caso no ha habido desperdicio de actores, todos poco conocidos y tampoco especialmente dotados, salvo, por supuesto, el gran Bruno Ganz: ¡qué lástima de testamento cinematográfico el suyo con esta película, que ciertamente no le merece!
Resumiendo
Terrence Malick es, a nuestro entender, uno de esos blufs en los que el ser humano es perito desde que nos bajamos de los árboles: basta con que alguien quiera parecer elevado para que, sorprendentemente, haya cierta masa de prójimos que crea que, efectivamente, esa estatura es real. Porque su cine ha pasado de un inicial esteticismo que (parecía) tener cosas que decir, a una megalómana visión sobre el ser humano y su circunstancia, una mirada hueca (pretendiendo ser plena), pobre (queriendo ser rica), inane (buscando ser erudita), petulante (intentando ser intelectual) y fatua (procurando ser llana). Su cine, peleado con eso que llamamos la atención del espectador, naufraga en un mar de sensaciones que Terrence quiere extraer de la conjunción de imágenes estetizantes, temáticas idealizadas, declamaciones altisonantes, músicas monocordes, interpretaciones como de esfinge.
Terrence Malick, o cómo un ombligo puede dar tanto de sí. Terrence Malick, o la egolatría de quien se cree artista y, me temo, no pasa de artesano con un “mal viaje” encima. Terrence Malick, o cómo, de nuevo, se demuestra que el rey está desnudo...
Ilustración: Una imagen de Vida oculta (2019), última película estrenada de Terrence Malick.