El estreno de Top Gun: Maverick, la secuela, 36 años más tarde, de la en su momento comercialmente exitosa Top Gun (Ídolos del aire) (1986), ha vuelto a traer a primer plano de la actualidad, por si no estuviera permanentemente bajo ese foco, al actor y productor Tom Cruise (Siracusa, Nueva York, 1962), una de las estrellas indiscutibles del panorama cinematográfico de los últimos cuarenta años, un actor en cuya filmografía, durante bastante tiempo, abundaron los títulos de interés y los directores de reconocido prestigio, aparte de que, a la manera del dicho español (ya saben, “entre col y col, una lechuga...”), también hiciera pelis de corte marcadamente comercial.
Parecía que Cruise, casi desde el principio de su carrera, estaba siguiendo una muy calculada, a fuer de inteligente, estrategia, la de alternar cine comercial con cine artístico, sin que este último, desde luego, dejara de mirar siempre de reojo a la taquilla (en el cine industrial yanqui eso sería prácticamente imposible...). Sin embargo, ya entrados en el siglo XXI, esa mezcla de ambos tipos de productos se ha ido decantando claramente por el cine puramente comercial, generalmente con fuerte presencia de las escenas de acción, en detrimento del cine con cierto aliento artístico y cultural, que prácticamente ha desaparecido en los últimos años en su carrera.
De actor “con frase” a estrella rutilante
Así, la filmografía de Cruise, aunque con un papel muy secundario, de esos que se suelen llamar “con frase”, se iniciaría bajo los auspicios de uno de los grandes del cine europeo de los años sesenta y setenta, Franco Zeffirelli; de esta forma, en una de las pelis del cineasta italiano de su aventura americana, Amor sin fin (1981), debutaría el joven siracusano. Algunos films posteriores, como Taps. Más allá del honor (1981) y Risky Business (1983), su primer éxito de público ya en un papel protagonista, le pondrían en situación para su primera gran película, Rebeldes (1983), con la que Francis Ford Coppola exorcizó una de sus recurrentes bancarrotas; aquí Tom sería uno más del “brat pack”, aquel “hatajo de mocosos” que, ciertamente, hicieron historia: además de Cruise estaban Patrick Swayze, Rob Lowe, Matt Dillon, Ralph Macchio, Emilio Estévez, Diane Lane... En esa misma línea de cine “de prestigio”, Ridley Scott, que venía de filmar ese prodigio que es Blade Runner (1982), le contrata para el papel protagonista de Legend (1985), fantasía sicalíptica que no tiene éxito alguno, lo que Tom aprovecha para cultivar el cine comercial en la mentada Top Gun (1986), con Tony Scott a los mandos, que sí tiene una notable repercusión en taquilla, aunque también un tufo bastante militarista, en una época, la del gobierno de Reagan, en la que ese tipo de cine fue ampliamente fomentado por las élites políticas del país.
Fiel a esa tónica de ir alternando cine taquillero con cine artístico, Cruise se pone a las órdenes de Martin Scorsese, el más estiloso e influyente de los cineastas norteamericanos del último medio siglo, para hacer El color del dinero (1986), pertinente continuación, un cuarto de siglo más tarde, del clásico de Robert Rossen El buscavidas (1961); si decimos que Cruise aguantó el tirón a Paul Newman, coprotagonista del film, entendemos que no hace falta decir mucho más...
La siguiente “del dólar” será Cocktail (1988), a las órdenes de Roger Donaldson, pero de inmediato Cruise vuelve a la senda del cine de intenciones artisticas con Rain Man (1988), con Barry Levinson en la dirección y Dustin Hoffman en un inolvidable papel, el hermano autista repentinamente al cuidado de un Cruise que interpreta a un joven ambicioso y egoísta, que, a su lado, aprenderá algunas lecciones de vida.
Parecía evidente entonces que Cruise buscaba no solo ser una estrella, que ya lo era, sino también un actor de reconocido prestigio. Para ello no dudó en aceptar, en Nacido el cuatro de julio (1989), de Oliver Stone, el papel de un verídico veterano de la guerra del Vietnam, Ron Kovic, herido en el conflicto bélico por fuego amigo y atado desde entonces a una silla de ruedas, en un personaje en el que conscientemente apareció notablemente afeado, en un trabajo intenso que ciertamente fue reconocido con una nominación al Oscar, aunque esta vez (tampoco en las otras dos en las que fue candidato...) lo conseguiría.
Días de trueno (1990), de Tony Scott, aparte de ser la peli comercial que tocaba, es también aquella en la que conoce, se enamora y se casa con Nicole Kidman, su segunda esposa, con la que rueda también poco después Un horizonte muy lejano (1992), su único wéstern, a las órdenes de Ron Howard. Ese mismo año Cruise formará parte de un muy apañado reparto (Jack Nicholson, Demi Moore, Kevin Bacon, Donald Sutherland), en un solvente thriller judicial de corte militar, Algunos hombres buenos (1992), para un director entonces en la cresta de la ola, Rob Reiner. Bajo la férula de Sydney Pollack, uno de los grandes cineastas USA de los años sesenta, setenta y ochenta, hará La tapadera (1993), una de las primeras adaptaciones al cine de las novelas de abogados de John Grisham, compartiendo aquí Tom cabecera de reparto nada menos que con Gene Hackman.
Su siguiente empeño es, de nuevo, un proyecto exquisito, la adaptación al cine de la primera novela de las Crónicas vampíricas de Anne Rice, Entrevista con el vampiro (1994), en la que Cruise, que se reserva el papel principal, el vampiro Lestat, estará rodeado de otras estrellas, emergentes o ya consolidadas: Brad Pitt, Antonio Banderas, Christian Slater, Kirsten Dunst, Stephen Rea... y a las órdenes del exquisito cineasta irlandés Neil Jordan.
Incluso en aquella época, cuando hacía un producto comercial, lo hacía investido del aura de prestigio que daba hacerlo con un cineasta consagrado y de pedigrí, como fue el caso de Mission: impossible (1996), la primera de las varias veces que posteriormente (y todas con Cruise al frente) el cine ha llevado a la gran pantalla aventuras originadas en la mítica serie televisiva homónima de los años sesenta. Aquí el cineasta de la élite de Hollywood fue Brian de Palma, que durante los años setenta y ochenta hizo algunas muy interesantes propuestas del género de intriga y tensión.
Ese mismo año Cruise incursiona en la dramedia con Jerry Maguire (1996), con dirección de Cameron Crowe, historia de agente deportivo cuyo único cliente es un inestable jugador de fútbol americano que despierta grandes expectativas, film que hizo muy popular la recurrente expresión de éste (un Cuba Gooding Jr. que conseguiría el Oscar que, sin embargo, no obtuvo Tom, a pesar de estar también nominado), aquello de “show me the money”, “enséñame la pasta”.
Lo que vendrán son palabras mayores, quizá la mayor apuesta de Cruise (y también de Nicole Kidman, ambos por entonces feliz pareja de moda) por convertirse en actor de prestigio: Eyes wide shut (1999) le permite trabajar en el que (aunque él no lo supiera) se convertiría en el testamento cinematográfico de Stanley Kubrick, uno de los cineastas más famosos de todos los tiempos, responsable de una filmografía cuajada de títulos excelentes, un genuino director de culto, un verdadero “autor”, en la acepción que forjaría André Bazin. El rodaje fue una pesadilla, fiel al carácter ultraperfeccionista de Kubrick, pero finalmente Cruise podía decir que había trabajado con uno de los iconos del cine, una película que, ciertamente, se adelantó a su tiempo (como tantas otras de Stanley...), un film de exquisita factura, a su modo existencialista.
Ese mismo año Cruise rueda para Paul Thomas Anderson (que venía de hacer su interesante Boogie nights, biografía encubierta del astro del cine porno John Holmes) su interesantísima Magnolia (1999), film con varias historias entrecruzadas en las que el joven actor de Siracusa estaba muy bien, en uno de esos personajes-bombón para cualquier buen actor.
Ilustración: Nicole Kidman y Tom Cruise, en una escena de Eyes Wide Shut (1999), de Stanley Kubrick.
Próximo capítulo: Tom Cruise: el poder o la gloria. Adiós, cine de calidad, adiós (y II)