Rafael Utrera Macías

En su artículo titulado “Literatura y cine”, decía Miguel de Unamuno en 1923:
“Yo he escrito algunas novelas y cuentos y dramas que no creo que tengan nada de peliculables; pero si a algún cinematografista se le ocurriera sacar de alguno de ellos una película -que yo no iría a ver--, no creería que me debía más que un pintor que hiciese un cuadro representando a uno de sus personajes o escenas”.


Adaptaciones en el cine español

El arte cinematográfico, “ese arte de situaciones en que se consigue que el público de bajos instintos estéticos llore sin necesidad de decir nada, con una mímica de latiguillo”, según lo definía Unamuno en “La traza cervantesca”, no adaptó en el cine español ninguna obra suya hasta diez años después de su muerte.

Atendiendo al orden cronológico de su creación, esta filmografía consta de los siguientes títulos y directores: Abel Sánchez (1946), de Carlos Serrano de Osma; La tía Tula (1962), de Miguel Picazo; Nada menos que todo un hombre (1972), de Rafael Gil; Las cuatro novias de Augusto Pérez (1976), de José Jara; Acto de posesión (1977), de Javier Aguirre.

Tal como puede observarse, tres de los títulos mencionados se convierten en óperas primas para sus respectivos directores, Serrano, Picazo y Jara, lo que no deja de llamar la atención por cuanto la novela unamuniana no es pródiga en acontecimientos ni fácil en su narración para noveles con escasa experiencia artística; sin embargo, diferentes circunstancias y diversos tratamientos lo hicieron posible, eso sí, con resultados bien distintos en cada caso y con marcadas diferencias respecto a su original literario.


Abel Sánchez, de Carlos Serrano de Osma

El argumento de la película sigue, en líneas generales el de la novela, si bien la muerte de Joaquín se produce al comienzo del film. Los dos personajes principales son Abel Sánchez y Joaquín Monegro, pintor de reconocida fama y prestigio el primero y estimado médico el segundo, aunque sin el reconocimiento a su profesionalidad en la misma escala que se lo tienen a su amigo. Es precisamente desde su inminente agonía cuando Joaquín evoca la historia de una amistad, cuyo origen está en la infancia, y, al tiempo, el devenir de una insana envidia, marcada habitualmente por el odio, que, desde siempre, le ha profesado a su compañero, el acreditado pintor. Circunstancias diversas irán modulando las relaciones entre ambos. No es una menor, el casamiento de Abel con Elena, la prima de Joaquín sobre la cual, éste había mostrado algo más que interés tras hacerle la confidencia a su amigo. Despechado, el médico contraerá a su vez matrimonio con Antonia para, con o sin amor, no ser menos que el pintor. El tema bíblico de Caín y Abel se hace patente en la relación entre los dos amigos: un cuadro pintado por Sánchez estimulará los estudios en torno a la figura bíblica del fratricida por parte de Monegro. Y ello exacerbará las tensiones entre ambos, aunque no impedirá que el médico organice un homenaje al pintor con motivo de una celebrada exposición donde el discurso de Joaquín, al decir de los asistentes, resultará lo mejor del evento. Pasado algún tiempo, la celebrada boda entre la hija de Joaquín y el hijo de Abel, no conseguirá aliviar la envidia crónica del médico, sino todo lo contrario, aún más cuando el hijo de la joven pareja muestre sus preferencias por su abuelo el pintor. La negativa reacción de Joaquín, incapaz de contener su irreprimible ira contra su consuegro, causará la muerte de éste. Y, tal como vemos desde el principio de la película, los remordimientos del médico Monegro sólo acaban cuando, en presencia de su familia, la muerte es ya su compañera.


Producción 

El guion lo escribió el cineasta Pedro Lazaga, aunque, posteriormente, Carlos Serrano de Osma matizaría diálogos y estructura de común acuerdo con su compañero. La película sería financiada por la productora “Boga”; sus socios fueron Fernando Butragueño, Francisco Gómez, J.A. Martínez Arévalo y el propio director de la película; la denominación de la entidad respondía a un acrónimo formado por las iniciales de apellidos de accionistas mayoritarios. Con esta entidad filmará Serrano, además de Abel Sánchez, Embrujo y La sirena negra, ambas en 1947. La obra de don Miguel y la de doña Emilia Pardo-Bazán encabezarían el listado de la nueva productora.

La presentación a censura del guion estimulaba las suspicacias de los productores acerca de cómo se acogería la obra del escritor, que, por primera vez, tendría una adaptación cinematográfica. Sólo un corte suprimiría un retrato de Elena con el niño en brazos, en hipotética semejanza a una Virgen madre; sin embargo, fue catalogada en “Primera A”, con la consiguiente protección económica y, al tiempo, le correspondían dos licencias de doblaje, verdadero oro cinematográfico que tanto interesaba a productoras como a distribuidoras. No quiere esto decir que los guionistas no hubieran suprimido previamente algún término inconveniente o, en concreto, los capítulos XV y XVI de la novela cuya trama se refiere a la confesión de Monegro y a la postura contrarreligiosa de Sánchez. En efecto, Joaquín empieza a frecuentar el templo y acude a un confesor; se acusa de odiar y envidiar porque “todo odio es envidia” así como de no creer en el libre albedrío y acaba preguntándose: “¿qué hice yo para que Dios me hiciese así, rencoroso, envidioso, malo… como a Caín?” Seguidamente reza a la Virgen pidiendo protección y salvación, aunque el cuadro no es otro que el retrato de Helena y su hijo pintado por Abel. En discusión posterior, Sánchez esgrime que su religión es el arte y asevera ante Monegro que “el origen de toda ortodoxia, lo mismo en religión que en arte, es la envidia”.  

Otro cambio sustancial, como anteriormente hemos indicado, fue anteponer al principio del film la muerte de Joaquín, de manera que todo lo narrado funciona a modo de flash-back (“toda mi vida ha sido como un sueño”, puede leerse en la novela) para terminar, al final, nuevamente, en el dormitorio del finado. Acercar las muertes de los dos amigos en el final de la novela, como hace su autor, no parecía oportuno para una argumentación cinematográfica, por lo que guionista y director organizaron su narración tal como hemos dicho. De otra parte, la muerte de Abel, Unamuno la describe indicando que Joaquín le puso las dos manos, “como dos garras”, en el cuello, al tiempo que le gritaba: “bandido”. El agredido se lleva sus propias manos al pecho y suspiró un “me muero”, lo que su amigo/enemigo, el médico, dictamina como “el ataque de angina”. El director del film suaviza la escena de modo que la agresión queda antes verbalizada que ejecutada.


Arquetipos para historia de una pasión

Unamuno subtituló su obra “Una historia de pasión” en la edición de 1917, aunque, posteriormente, prefirió el de “Historia de una pasión”. Serrano de Osma desarrolla su película bajo este concepto donde historia y pasión tienden a estar descontextualizadas si es que ello es posible en cualquier producto cinematográfico; en entrevistas con ocasión del estreno, manifestaba querer ser obediente a las concepciones del escritor vasco, cuyas “acciones” tendían a construirse fuera del tiempo y del espacio; por ello, las menciones a la época en que la acción se desarrolla no son más que las derivadas del obligado contexto y de la necesaria puesta en escena; en palabras de Asier Aranzubia, se trata de personajes monolíticos, reconocibles por una sola cualidad, “son arquetipos que encarnan, cada uno de ellos, un concepto abstracto”, del mismo modo que, el valor del diálogo está por encima de quien lo interprete; a este respecto, señalemos que el director ha cuidado celosamente dicción e interpretación de actores y actrices en sus respectivos papeles; tal es el caso de Manuel Luna (Joaquín Monegro), de Roberto Rey (Abel Sánchez), de Alicia Romay (Elena); y aun de otros secundarios: Mercedes Mariño (Antonia), Rafael de Penagos (Abelín), Fernando Sancho (Caín) o, incluso, el propio director que se introduce en la severa narración en los breves papeles de Lucifer y Locutor.

Hay determinados elementos que sugieren específicas significaciones; así, el apellido de Joaquín, Monegro, parece intencionadamente buscado para evocar esas zonas de sombras y oscuridades en las que el médico se encuentra psicológicamente situado, tal como ocurre cuando se aísla en su despacho y de allí lo saca Antonia, la esposa. Por el contrario, el estudio de Abel, donde precisamente asistimos a la creación de sus esbozos, diseños y pinturas, comenzando precisamente por el de Helena, es un lugar bañado de luz y en el que las tonalidades claras dominan el espacio, ya sea en la zona del pintor o de la modelo.

Estas dicotomías son frecuentes en la película y funcionan tanto en el plano visual como en otros ámbitos de diferentes significados: valga el ejemplo de las profesiones de uno y otro personaje, medicina y arte; o la distinción efectuada por Joaquín ante el confesor sobre el odio/la envidia para considerar que son una misma cosa y están asociadas antes que diferenciadas. Y también el odio enfrentado ahora al amor, según se exprese uno y otro en personajes distintos. Como las correspondencias entre padres e hijos donde los descendientes reciben el nombre del antecesor: Abel/Abelín, Joaquín/Joaquinita. Del mismo modo, las dos profesiones de uno y otro personaje, el médico y el pintor, son precisadas como científica, la pintura, y artística, la medicina, a modo de personal retruécano que tanto ejerce un cruce entre el carácter de ambas profesiones como amplía los límites pragmáticos de una y otra.

La hipotética identificación del autor con su personaje, Unamuno/Monegro, la sugiere Serrano de Osma con la habilidad de Joaquín para ejercer la papiroflexia, especialmente las palomitas, lo que no deja de insinuar al espectador cierta connivencia entre creador literario y personaje creado.   


Puesta en escena

Al grupo de cineastas contemporáneos a Serrano de Osma se les conocía como “los telúricos”; se caracterizaban por su minucioso conocimiento de la historia del cine y por ser admiradores de cineastas cuyo arco podía comprender desde el cine soviético a los surrealistas. En un ambiente civil de extrema dureza como fueron los años cuarenta y ante una industria cinematográfica limitada a específicos géneros y a escasos tecnicismos, llaman la atención ciertos rasgos de la puesta en escena y del montaje. Un director novel se ejercitaba en la narración con expresiones fílmicas de atrevida formulación para ofrecer la visualización de una pieza literaria caracterizada por la austeridad de sus diálogos y sus escasísimas referencias a interiores más la ausencia de exteriores.

En su rigurosa monografía sobre el director, Aranzubia resume las variantes formales que pueden encontrarse en el film: “un denso y saturado discurso formal que sumerge al mito en una maraña de contrastes lumínicos, referencias plásticas, distorsiones de imagen, dilatados travellings (sic) y ángulos aberrantes, que terminan por impregnar todo el relato de esa agobiante e irrespirable atmósfera telúrica que el autor de La sombra iluminada (Carlos Serrano de Osma, 1948) no cesó de promulgar”.

En efecto, si tuviéramos que referir la composición, la puesta en escena o el montaje de determinados planos y secuencias, tendríamos un variado panorama donde elegir; veamos algunos ejemplos. Cuando Abel y Helena han comenzado sus relaciones amorosas, el efecto sobre Joaquín es demoledor; odio y envidia caminan juntos, el médico se alivia con un vaso de agua y en el fondo del mismo lo que ve es el beso feliz del inmediato matrimonio. De manera que, durante la boda, se suceden los planos de la novia y, en contraste, el gesto adusto de Joaquín; seguidamente, el director resuelve mediante encadenados esta situación usando la simbología del pabilo de una vela que poco a poco acabará apagándose. 

En otras ocasiones, la banda sonora efectuará alteraciones diversas que responden al estado de embriaguez de Joaquín, de manera que la vista y el oído del espectador recogen doblemente el carácter de una situación relativa al personaje principal. Situación que tendrá su alternativa bajo dimensión más hogareña cuando Joaquín conversa sobre sus manías y obsesiones con Antonia, su esposa, mientras ambos devanan una madeja de lana. Diferente carácter toma la secuencia en la que el médico conduce su automóvil tan enloquecido como fuera de sí, al tiempo que imagina el modo como puede envenenar a Abel y cuando lo ha hecho, de qué modo ríe Helena sobre su ya difunto marido. Pero, acaso, el virtuosismo de puesta en escena y uso del montaje se produce en la secuencia del homenaje a Abel por el éxito de su exposición y la lectura del texto de Joaquín que se convierte en lo mejor y más aclamado de la velada. El recurso utilizado es un trávelin que, tras focalizar al orador, ofrece una panorámica de los asistentes para adentrarse después en la zona de cocina, momento en el que deja de oírse al ponente y son los platos los que toman situación privilegiada; la cámara con su movimiento entrará de nuevo en el comedor, precisamente cuando Joaquín menciona a los personajes de la escena bíblica.

Ilustración: Abel Sánchez, de Carlos Serrano de Osma

Próximo capítulo: Unamuno: frente al cine, contra el cine, en el cine (IV) La huella de Miguel de Unamuno en Carlos Saura: Peppermint frappé