El antropólogo francés Marc Augé inventó el término “no-lugar” para referirse a esos sitios que no tienen entidad en sí mismos, cuya transitoriedad no les da enjundia de verdaderos lugares: además de aeropuertos, estaciones de trenes y centros comerciales, uno de los paradigmas de los “no-lugares” son los supermercados, donde se acude para aprovisionarse de suministros, donde, teóricamente, nada sucede, nada puede suceder.
En uno de esos “no-lugares”, un gigantesco hipermercado situado en la antigua zona de la República Democrática Alemana, hoy Alemania a secas, transcurre la historia de esta sentida, dolorosa A la vuelta de la esquina. Christian, un veinteañero silencioso, es contratado en el híper; en su primer día de trabajo conoce a su jefe, un hombre juicioso y comprensivo, y al que será su compañero de trabajo, Bruno, cincuentón que antes de la reunificación trabajaba de camionero, con el que Christian colaborará en el departamento de Bebidas; pocos días después también conocerá a Marion, una mujer que trabaja en Dulces; entre ambos surge algo, casi imperceptible, pero que no pasa desapercibido para Bruno, quien le advierte de que la chica está casada y que el marido es “un mal tipo”...
Thomas Stuber es un guionista y director alemán, nacido en Leipzig (en la antigua RDA, dato no intrascendente); tiene cuando se escriben estas líneas 38 años; se inició a principios de siglo como script y ayudante de dirección, para ir ascendiendo en la escala y ser ahora ya un reputado y laureado cineasta que alterna cine y televisión. En el primero de esos medios ha hecho ya tres largometrajes, Teenage angst (2008), Herbert (2015) y este A la vuelta de la esquina. Se revela Stuber como un cineasta capaz, original y muy personal; parece evidente que en su cine han influido autores como Bresson y Aki Kaurismäki, aunque no ha heredado de este último su peculiar sentido del humor negro. Stuber, como queda dicho, es un “ossie”, un alemán procedente de la antigua República Democrática Alemana, la Alemania comunista, y cuando el Muro de Berlín cayó en 1989 tenía ocho años, por lo que su adolescencia (cuando se forja el carácter y el ser humano que seremos el resto de nuestras vidas) tuvo lugar durante la reunificación alemana, a partir de 1991, y ello (y el hecho de haber vivido en dos realidades políticas y sociales distintas) es evidente que ha debido marcarle.
Así parece en esta película hermosa pero triste, dolorosamente humana, una historia en un no-lugar que nos narra, con pocos datos (y no hacen falta más), ciertos momentos en las vidas del protagonista, un joven de airado pasado que busca convertirse en alguien “normal”, lo que quiera que eso sea; de una mujer apresada en su matrimonio, que quizá encuentre en aquel joven callado y hierático una razón para vivir; de un cincuentón que vivió otra vida hasta que empezó a vivir la que le toca, absoluta, desamparadamente solo.
Aunque estamos ante un film de un ascetismo llamativo, de un despojamiento total, nunca resulta aburrido: Stuber logra la rara proeza de que sus escasos personajes, lo poco que sabemos de ellos, y las pequeñas cotidianidades de un centro de trabajo, llenen sin problemas las dos horas largas de metraje, en una película tan ecléctica que su tarjeta de presentación es una cadenciosa escena con planos fijos del supermercado, seguida de largos travelines laterales por los pasillos (la traducción del título original sería, precisamente, “En los pasillos”), a los acordes nada menos que de El Danubio azul.
Contada en tres capítulos, titulados como los tres personajes principales, Christian, Marion y Bruno, A la vuelta de la esquina es un pequeño prodigio de austeridad fílmica y, sin embargo, amenidad narrativa: nunca un pasillo de hipermercado fue tan interesante como en este film hecho de silencios, de rostros pétreos que viven su vida en el híper, en su centro de trabajo, mientras que los períodos que transcurren en sus hogares serán a modo de interludios hasta volver a vivir su vida real, que no es otra que su jornada laboral, de sol a sol, donde son alguien, donde tienen una interrelación humana con gentes a las que aprecia, incluso a las que ama: unos porque carecen de otra cosa, como el protagonista; otros, como Marion, porque su realidad hogareña es pavorosa; otros, como Bruno, porque viven una ficción extralaboral y solo se sienten seguros, dueños de algo parecido a una vida, dentro del híper, del no-lugar.
Porque, y esa es otra de las virtudes del film, Stuber consigue que ese no-lugar se convierta en un lugar, el auténtico sitio donde sus ascéticos personajes existen realmente, mientras que el resto de su existencia se convierte en un no-hogar, un no-mundo, una no-vida. De esta forma, el híper, el supuesto no-lugar, se convierte en la vida, en la realidad sustancial, inmanente, de estos personajes vitalmente arrasados.
Estamos entonces ante una desolada mirada hacia la cotidianidad, hacia lo corriente y ordinario de una jornada laboral, donde se trenzarán relaciones imposibles fuera de ese marco anodino pero que conforma el pequeño mundo de todos ellos. Con una brillante fotografía de colores puros y luminosidad plana, como corresponde al vulgar lugar aquí líricamente cartografiado, los largos travelines y panorámicas registrarán bellamente una estética de los pasillos, de las líneas de fuga.
Hermosa, calladamente cargada de poesía de la cotidianidad, A la vuelta de la esquina nos descubre a un director dotado para el cine de sensaciones e impresiones antes que para el mero cine narrativo; de esos tenemos muchos; como Stuber, que sabe contar sin apenas decir nada, tenemos bastante pocos. Sin el “horror vacui” tan habitual en el cine moderno, donde aterroriza estar diez segundos sin que algún personaje diga una línea de diálogos, el film de Stuber es una obra pudorosa, tierna, que no ternurista, sobrecogedora en su convulso existencialismo: vivir para apilar cajas de cerveza, parece la moraleja de este film tan triste como seguramente imprescindible.
Con un personaje que tiene que hablar sin apenas hablar, el joven Franz Rogowski lleva sobre sus espaldas todo el peso del film: su virtud está en los silencios antes que en las palabras, y cuando habla lo hace siempre en la voz baja de quien intenta reconciliarse con el mundo, pero principalmente consigo mismo. La banda sonora mezcla con buen tino y sin complejo alguno la bellísima música de Bach y de Johan Strauss con espléndidas canciones de jazz. El resultado, en su conjunto, es una obra mayor, serena, ascética, desolada, despojada de todo, menos de talento.
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