¿Qué ha pasado para que el sensible, extraordinario cineasta de Nadie sabe haya perdido los libros en esta extravagante Air Doll? Quién lo sabe… Sorprende que alguien como Hirokazu Kore-eda, que demostró una clase y una pericia cinematográfica notables, ahora despilfarre ese crédito cinéfilo en esta historia que suena a marcianada (he estado a punto de escribir “malcianada”; menos mal que he recordado que los que pronuncian la ele por la erre son los chinos, no los japoneses…).
Quizá la clave esté en el material de origen, un estrafalario manga publicado a principios de este siglo XXI, la historia de una muñeca hinchable, secreta partenaire de plexiglás de un empleado de mediana edad, que un bien día cobra vida (la muñeca, no el empleado, que ya vivía, aunque no sé si eso es vida…), no se sabe por qué arcano mecanismo quizá taumatúrgico. Las muñecas hinchables, es cierto, han sido objeto del deseo (nunca mejor dicho) del cine en las últimas décadas, desde que se puede hablar, y mostrar, sexo en pantalla. Basta recordar títulos como Tamaño natural, de Berlanga, quizá la obra maestra sobre este fetiche, o No es bueno que el hombre esté solo, de Olea, inferior pero también con interés. Pero hasta ahora las muñecas hinchables se habían limitado a ejercer de sujetos pacientes, mientras que ésta de ojos rasgados se hace carne, literalmente, y se dedica a explorar el mundo, intentando explicarse por qué tiene un corazón, por qué, en definitiva, tiene vida.
Esa pregunta, una de las fundamentales del ser humano, parece excesiva para una historia que entra de lleno en la extravagancia, en la irrealidad, cuando sin embargo sus claves son muy realistas: ese choque entre fantasía y realidad no está bien resuelto, y el espectador tiene la impresión de estar asistiendo a un despropósito que busca desesperadamente el aliento lírico, pero que, como tantas veces ocurre con esos esfuerzos, termina siendo un mal enjaretado ripio, una cursilada carente de sentido.
Lástima, porque hay algunos momentos brillantes, como la escena en la que la muñeca se desinfla por un corte en su piel de plástico y su secreto enamorado la revive inflándola a través de la válvula que tiene, ejem, en el ombligo, una sugerente imagen de metafórico erotismo que, sin embargo, no contagia el resto de la cinta, que deambula entre la cursilería rampante y la inconcreción de ideas.
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