No hay oficio más difícil en este mundo (ni siquiera el de ingeniero astrofísico) que el de padre o madre. Y, sin embargo, no hay estudios que te preparen para eso: es una tarea compleja, hermosa pero llena de preocupaciones, inquietudes y miedos, que cada uno afronta como buenamente puede. Pero en el mundo hay médicos buenos y pencos, maestros admirables y otros que mejor se podían dedicar a plantar coles, y también, claro está, padres que, con todos sus defectos y errores, procuran ejercer su complicada labor lo mejor que saben, y otros que, directamente, deberían entregar a sus hijos al cuidado del Estado, porque en sus manos los pequeños corren más peligro que cruzar una autopista en hora punta.
Éste es el caso (inspirado en un hecho real, al parecer tan atroz como el aquí reflejado) de este doloroso filme japonés, Nadie sabe, la historia de una madre soltera, con cuatro hijos, cada uno de un padre distinto, que se han desentendido de sus vástagos, lo que termina haciendo también la progenitora, abandonándolos, con sus edades entre doce y cinco años, a su suerte en un piso de Tokyo donde ni siquiera el casero sabe que tiene semejantes inquilinos. Es ésta pues una historia de supervivencia contra toda esperanza, cuatro menores que legalmente no existen, sin recursos económicos ni capacidad para poder generarlos, sin atención paterna o materna, sin colegio ni médico, una situación catastrófica que, lógicamente, no podía tener buen fin.
Lo curioso del caso es que, prestándose la película tanto al melodrama furibundo, a los llantos y gritos desmesurados de los niños que, ciertamente, hubieran tenido todo el derecho del mundo a quejarse de su infausta suerte, sin embargo su autor, el cineasta japonés Hirokazu Kore-eda, apuesta por la contención, por la sobriedad, como si de un Robert Bresson de ojos rasgados se tratara. Así, la austeridad es la marca de fábrica del filme, visto desde los ojos inocentes pero ya tan baqueteados del mayor, el apenas adolescente Akira, que habrá de llevar sobre sus hombros la supervivencia de sus tres hermanos. No habrá una palabra más alta que otra, sino la irreversible, inexorable, ineludible devastación familiar, primero económicamente, con el corte de los suministros domésticos, después de mera subsistencia, sin dinero para comer, finalmente con la ominosa llegada de la muerte.
Contada tan dolorosamente en do menor, hay escenas de una belleza bressoniana que sobrecoge: el accidente de la pequeña, dado con una elipsis tan hermética que casi no te das cuenta; la intuitiva constatación del fallecimiento de la menor por su hermano mayor, un prodigio de rara sensibilidad sin ñoñerías ni aspavientos; su enterramiento, en un campo cercano al aeropuerto, tal vez unos fantasmas sepultando a otro, a la luz espectral de los aviones que despegan.
Nadie sabe confirma, para los que no se hubieran enterado aún, la pujanza de las cinematografías orientales (como sus economías, es cierto), pero también que el cine japonés actual no sólo es líder en cine de terror, sino también que hace películas espléndidas en otros géneros. Claro que tienen un bagaje fílmico envidiable: Ozu, Mizoguchi, Kurosawa, Oshima; así cualquiera...
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