Frank Berry es un cineasta irlandés de todavía corta carrera, aunque lleva en la profesión desde finales del siglo XX. Se inició con varios cortos y alguna serie de televisión, para, desde hace algo más de un decenio, pasarse al largometraje, primero con un documental, Ballymun Lullaby (2011), y después con tres largos de ficción, I used to live here (2014), Michael inside (2017) y esta Aisha (2022).
Su cine gira siempre en torno a la crítica social, al realismo de este siglo XXI, ya sea en los procelosos terrenos de la atracción adolescente por el suicidio (I used to live here), la difícil búsqueda de una vida normal cuando se ha nacido en una familia desestructurada (Michael inside) y, con esta Aisha, los complejos mecanismos del estado europeo con los que tendrán que lidiar, con mejor o peor suerte, los solicitantes de asilo llegados de países en los que su vida corre peligro.
En Aisha, efectivamente, conocemos a la protagonista, así llamada, una nigeriana veinteañera que vive en Irlanda, donde ha llegado gracias a pagar su familia una fortuna a un traficante de seres humanos. Aisha huye de Lagos, su ciudad, donde su padre y su hermano fueron asesinados por narcos que habían prestado dinero a la familia para que Aisha pudiera ir a la universidad. Desde entonces su madre y ella misma vivieron escondidas, hasta que pudieron vender casi todo lo que tenían para que la hija viajara a Europa donde, como refugiada, podría tirar de su madre para reagrupar a la familia. Pero ya en Irlanda vemos que las cosas son bastante más difíciles de lo que podrían, o deberían ser. Las autoridades, tanto las de los distintos edificios en los que se alojará Aisha, como las de Inmigración, son muy inflexibles en cuanto a las normas, y la vida se hace muy difícil para la chica. Conoce a Conor, un segurata que estuvo en la cárcel por temas de droga, aunque está totalmente rehabilitado. Conor le brinda el apoyo y la comprensión que les niegan las autoridades, y entre ambos, aunque ella está íntimamente herida en su sexualidad, comienza a trenzarse una cierta amistad…
Estamos entonces ante una película que, a la manera de un Ken Loach menos combativo, pone en solfa la actitud de las autoridades europeas (irlandesas en este caso, pero valdría las de cualquier otro estado de la Unión Europea, o de fuera de ella) para con los solicitantes de asilo, incluso en casos como el aquí presentado, ficticio pero evidentemente inspirado en casos reales, en el que la persona que se postula como refugiada ha dejado atrás una situación pavorosa a la que, de volver, tiene todas las papeletas para perder la vida, además de padecer sufrimientos de todo tipo. Berry lo hace en un relato en el que rara vez se alza la voz, en un relato en un tono quedo, callado, como sin querer hacer daño ni ruido, buscando que la propia iniquidad de estas situaciones funcione como el mejor altavoz con el que denunciar este tipo de situaciones. Y, en puridad, Berry, como director y guionista, no está criticando una postura malévola por parte de las administraciones públicas, sino, en todo caso, la inexistencia del factor humano en el sistema, la rigidez de las normas, de toda norma relacionada con los refugiados, la cerrazón ante el desvalido, como si en vez de ser personas fueran objetos inanimados. Esa inflexibilidad que será la tortura de Aisha, ahora tan lejos de su tierra, con la seguridad de no ser objetivo de los matones que asesinaron a parte de su familia, pero también con remotas posibilidades de salvar a su madre de esos mismos matarifes o incluso de volver a ser ella misma blanco de tales canallas si fuera deportada a su país.
Simultáneamente gusta la historia, entre la amistad y el amor, entre Aisha y Conor, náufragos vitales intentando darse apoyo mutuo, ambos también heridos cada uno a su manera: ella, naciendo en un país donde tener un mínimo futuro es tarea hercúlea, y donde solo la costosísima formación o, subsidiariamente, la emigración, puede dar alguna garantía de ello; él, naciendo en una familia equivocada, abusado sexualmente en su infancia, creciendo en un ambiente de drogas y adicciones, donde todo conspira para que él sea otro fracasado proyecto de vida más. A pesar de lo cual ambos tienen sus modestos sueños: ella, trabajar en la peluquería donde gana un humilde salario con el que intentar traer a su madre a Europa; él, haciendo un curso de informática que pudiera abrirle las puertas de la universidad. Ambos náufragos en una jungla de asfalto, pero estando ella recelosa de cualquiera que se le acerque, precaviéndose de la posibilidad de que, de nuevo, sea para provocarle más dolor, más sufrimiento.
Película pequeña, sin alharacas, no pretende sorprender, solo cuenta su historia, una historia anónima, ficticia pero que a la vez, en el fondo, sabe a veraz… Con una doliente música de Daragh O’Toole, queda, melancólica, tocada fundamentalmente al piano, y una adecuada fotografía de Tom Comerford, funcional, sin preciosismos, pero no por ello menos hermosa, el film de Berry se beneficia de una muy interesante interpretación de sus dos protagonistas, Letitia Wright (que deja aquí momentáneamente sus “blockbusters” de Marvel para hacer un film pequeño e independiente) y Josh O’Connor (lejos en su caso del príncipe Charles al que dio rostro en la serie The Crown), ambos en un tono menor, como no queriendo llamar la atención; ella da muy bien el papel de persona desvalida sobrepasada por una burocracia, por un sistema que no sabe de flexibilidades; él, por su parte, presenta como parte fundamental de su interpretación un hieratismo estoico que casa muy bien con su pavorosa historia, un hombre al que le ha pasado de todo y que, cuando encuentra a la mujer a la que calladamente ha aprendido a amar, siente que es posible que su relación carezca de futuro por los procelosos laberintos de los procedimientos de inmigración. Ese estoicismo del muchacho será también uno de los elementos clave del film, opuesto al drama humano que la protagonista siente y expresa, dos formas de afrontar, tan distintas pero tan similares, el dolor y el sufrimiento.
Dos escenas (atención: “spoilers”) nos han interesado especialmente en la película: en la primera, ya vencidos los recelos iniciales, cuando Aisha ya sabe que Conor la quiere de verdad, pero a la vez no es capaz de dar el paso de entregarse amorosa, sexualmente, ambos se tumban en la cama, y el director los encuadra en plano americano, frente a frente; los dos se miran un momento, se toman de la mano y cierran los ojos, en una escena de gran ternura, de una emoción silente, ajena a cualquier impostación. En la segunda escena, que cierra el film, Berry filma el rostro en primer plano de Aisha mientras, pensativa, camina por las calles dándole vueltas al difícil futuro que le depara el rechazo de la apelación a su petición de asilo: ¿lo aceptará y volverá a Nigeria, donde su futuro es más que incierto? ¿Peleará por una nueva e insegura apelación ante el Supremo? ¿Quizá decidirá, como parece apuntarse en una escena previa en la que conoce a la madre del muchacho, emparejarse con Conor, al que ama, y quizá, así, pueda quedarse en Irlanda por asentamiento familiar? Un final abierto en el que el espectador puede decidir qué cree que hará la protagonista, un final en el que cada uno puede ser más o menos optimista sobre su futuro.
(05-07-2023)
94'