Friedrich Wilhelm Murnau es una de las grandes figuras de la dirección durante la época muda. Cabe pensar a qué grado de perfección habría llegado este hombre si no hubiera muerto tan precozmente, a los 42 años, en un estúpido (todos lo son) accidente de tráfico. Porque lo cierto es que Murnau es uno de esos cineastas que en un corto plazo de tiempo, poco más de diez años, se labró una extraordinaria carrera como director, como autor diríamos, a la manera que nos enseñó André Bazin. Filmes como Nosferatu el vampiro, El último, El hipócrita, Fausto, Tabú o esta Amanecer, le reservan un lugar de honor en la Historia del Cine.
Murnau, alemán de nacimiento, hizo la mayor parte de su carrera en su país de origen, si bien a partir de 1927 iniciaría su etapa norteamericana, rodando en los USA hasta cuatro filmes, entre ellos este Amanecer, un melodrama en estado químicamente puro (aunque con irisaciones de comedia y una buena dosis de romanticismo, como contrapunto a la dureza dramática de la trama), en la que un granjero es tentado por las arteras artes amatorias de una arpía sin escrúpulos, que le propone ahogar a su mujer y escapar con ella a la ciudad. El hombre, inicialmente horrorizado, finalmente accede a la felonía, totalmente entregado en los cálidos brazos de la crápula. Pero cuando, ya en la barca que habría de ser el vehículo de su crimen, se da cuenta de lo que está a punto de hacer, el hombre se percata de la monstruosidad y del amor tan profundo que siente por su mujer, y se arrepiente. La esposa, sin embargo, ha vislumbrado la intención del marido, y huye aterrorizada. Ambos llegan así, persiguiéndose, hasta la ciudad, donde la parejita de tórtolos vivirá una dulce reconciliación, una vez que ella se percata del sincero arrepentimiento y el amor absoluto que él le profesa. Pero, de regreso al hogar, una tremenda tempestad les asuela en su singladura a bordo de la barquichuela…
Con Amanecer Murnau pretendió revalidar en la que ya entonces se había convertido en la Meca del Cine lo que ya había conseguido en el Viejo Continente, ser un cineasta de referencia, un director emblemático dotado de una fuerte personalidad y de un esmerado sentido estético y de la puesta en escena. Aquí nos presenta un melodrama entreverado de comedia y romanticismo; lo hace potenciando los rasgos de terror (la infame mujer de mundo, no por su liberal sentido de las relaciones sexuales, sino por incitar al asesinato; la torva mirada del marido cuando, embelesado por los embelecos de la bella –no me he podido resistir a la aliteración…--, rumia acabar con la vida de aquella que más le quiere), con reminiscencias del horror sobrecogedor de Nosferatu el vampiro. Y lo hace jugando con recursos en los que era maestro: la sobreimpresión, que le permite magníficos resultados, como la escena en la que la pareja protagonista, una vez reconciliada, se besa, mientras cruza, como en trance, una calle en la que una miríada de coches los esquivan por centímetros; la utilización de los intertítulos con una capacidad dramática, como el que utiliza Murnau cuando la arpía le insinúa a su atolondrado amante que mate a su mujer, ahogándola, momento en el que esa palabra parece desdibujarse, como si fueran las ondas del agua en las que la infortunada estuviera perdiendo la vida.
Con una espléndida parte final, en la que se cierra el círculo que en principio evitó la metafórica caída del caballo del marido al abjurar del previsto asesinato de su mujer, lo cierto es que la parte central, en la ciudad y en tono entre lo humorístico y lo romántico, no tiene la misma altura, aunque le permite a Murnau, que era mucho más trágico que cómico, demostrar cierta capacidad irónica satirizando divertidamente a los cursis urbanitas en contraposición con los más auténticos moradores del campo.
Filme de extraña atmósfera, sobre todo en su comienzo y en su final, como de sueño o pesadilla, Amanecer es una de las cumbres del final del cine mudo, una vez que ya se barruntaba que la época dorada de esta fecunda etapa tocaba a su fin: ese mismo año de 1927 Alan Crosland rueda El cantor de jazz, la primera película sonora, y ése sería el principio del fin de una era, de una forma de entender el cine; también la constatación de que la tecnología carece de piedad, y envía al desván de los cachivaches inservibles todo aquello que se oponga al avance inmisericorde de los hallazgos técnicos.
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