En 1974, al amparo del entonces pujante cine de catástrofes, pero entreverado realmente de intriga policíaca, el realizador televisivo Joseph Sargent (entre cuyos créditos hay un auténtico río de clásicos de la pequeña pantalla, desde El fugitivo hasta la mítica Star Trek) hizo un alto en su largo periplo catódico para poner en imágenes, para la pantalla grande, un percutante thriller, Pelham 1-2-3. Treinta y cinco años después, a la vista de la carencia de ideas de los guionistas de Hollywood, se ha desempolvado aquel pequeño clásico, se ha actualizado más o menos convenientemente, y se ha puesto otra vez en el escaparate.
Claro que el filme de Joseph Sargent era justo lo contrario de lo que ahora ofrece el de Tony Scott: Sargent, fogueado en los modos austeros de la pequeña pantalla, se centraba en el duelo de inteligencias entre el policía y el jefe de los asaltantes, jugaba a placer con el suspense y conseguía la que es, seguramente, su mejor obra, tanto en la pequeña como en la gran pantalla. Tony Scott, por el contrario, es dado a los castillos de fuegos artificiales, a la aparatosidad como estilo (por decir algo…), y aunque tiene algún título de interés en su carrera (véase la percutante Marea roja), en general se puede considerar, con cierta mala leche, como el hermano tonto de Ridley Scott (que en los últimos tiempos, es cierto, se está entonteciendo a marchas forzadas).
Así las cosas, la novedad relativa que nos aporta este “remake” sería la de que el protagonista tiene en su expediente un manchurrón tirando a feo, por no decir feísimo. La intriga del filme de Sargent vira, entonces, hacia una historia de redención de la que tanto gusta el público medio americano, y ciertamente se pierde la sustancia, el meollo de aquella película, para darnos ahora un ”blockbuster” con grandes estrellas (Washington y Travolta han debido dejar exhaustas las arcas del filme), con espectacularidad a raudales pero una manifiestamente mejorable arquitectura guionística, en la que las situaciones están con frecuencia muy forzadas, y donde los diálogos, en buena medida, parecen hechos por noveles estudiantes de Comunicación Audiovisual.
Denzel sobrelleva su personaje con su habitual bonhomía (aquí con lamparón en su traje blanco de negro bueno), aunque con frecuencia se le ve forzado. Travolta se pasa tres pueblos en su papel de villano, aunque se adivina que se lo tuvo que pasar pipa con este malo de pacotilla con una tendencia irresistible hacia la sobreactuación. John Turturro compone un funcionario policial sin aristas, acostumbrado a controlarlo todo, aunque cuando las cosas se escapan de sus manos, verle descomponer el rostro es un hallazgo; no deja de ser curioso que lo mejor esté en un secundario, aunque sea de lujo, como el bueno de John, que ha hecho de todo en cine, y además bien. James Gandolfini, apeado ya de Los Soprano, la serie televisiva que se lo ha dado todo, compone un alcalde que parece un cruce entre los dos últimos “mayors” neoyorquinos, Giuliani y Bloomberg…
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