Perteneciente a la primera etapa de la obra literaria de Stephen King, cuando aún no había "descubierto" su vena feminista, la novela “Cujo” plantea meridianamente que el adulterio (en este caso el de la esposa hacia el marido) siempre paga; viniendo de quien viene, King, está claro que no será con un "castigo" moral, sino más bien físico, o al menos con unas considerables dosis de miedo. Pero no es sólo esta visión conservadora del matrimonio como sacrosanta institución en la que, si se es infiel, se habrá de soportar la punición correspondiente, como un castigo divino, sino que también tiene su importancia, como segundo tema de la novela (y del filme de Lewis Teague, que sigue con docilidad la narración literaria), el hecho de que en el mundo real sí existen monstruos, aunque sean como el dócil y bonachón sambernardo Cujo, convertido en una bestia sedienta de sangre al ser infectado de rabia. Este argumento kingiano, que resume gran parte de su obra, en la que con frecuencia el horror se produce en horas en las que el sol lo baña todo, se sintetiza muy ajustadamente en esta fábula que podría considerarse como una versión libérrima del cuento de los tres cerditos, con la mamá y su hijo encerrados en un desvencijado automóvil que debieron haber arreglado antes, acosados por un monstruoso perro al que sólo le falta gritar aquello de "soplar y soplar‚ hasta derribar tu casita", como el lobo de la historia infantil.
El director, Lewis Teague, consigue un apreciable resultado creando poco a poco una sensación de desasosiego e intriga, con el progresivo cambio de carácter del chucho y las líneas argumentales convergentes que harán que el entorno de la casa de los Camber se convierta en una trampa para la madre adúltera y el inocente niño. Como queda dicho, el director sigue aplicadamente el hilo narrativo kingiano, pero aporta algunas escenas puramente cinematográficas que le señalan como un cineasta con personalidad. Así, brilla con luz propia la escena en la que Donna, tras una crisis por asfixia del pequeño Tad, intenta salir para pedir ayuda o buscar alguna forma de escapar con su hijo; cuando Cujo la ataca, la escena está servida con un magnífico montaje que depara una fortísima sensación de angustia en el espectador, a base de planos cortos de la mujer y del perrazo atacándola, tanto en el exterior como, sobre todo, en el interior del coche, todo ello mientras el niño, desde el asiento posterior, chilla histérico, uniendo sus gritos a los alaridos de terror y dolor de la madre y a los furiosos ladridos del perro rabioso. Pero lo mejor llega después. Expulsado finalmente Cujo del vehículo, Teague sitúa la cámara justo en el centro del habitáculo, entre los asientos delanteros y traseros. Nos muestra entonces a la madre, recostada, exhausta y sangrante, al borde del desmayo, y va girando la cámara hasta enseñarnos al niño, en los asientos de atrás, pidiendo a gritos, desencajado, escuálido e histérico, que venga su padre; otro giro de cámara sobre su eje nos presenta de nuevo a la madre, otra vez al hijo, y la cámara toma velocidad progresivamente hasta convertirse en un tiovivo en el que no es posible distinguir nada: espléndida forma de dar cinematográficamente el horizonte cerrado de madre e hijo, atrapados en una angosta morada sin posibilidad de salir sin perder la vida.
El resto no llega a este virtuosismo cinematográfico, pero sí mantiene un nivel más que aceptable, a pesar de ser una producción de serie B, realizada con un presupuesto escaso, con actores poco conocidos y técnicos no especialmente relevantes. A este buen resultado no sería ajena, a buen seguro, la austera formación de Teague dentro de la factoría de Roger Corman, donde aprendió que para hacer cine no hacen falta muchos millones sino emplear al máximo la imaginación y la creatividad.
Menos mal que la esposa decidió acabar con su adulterio de verse acosada con su hijo; si no, me temo que el purista King la hubiera condenado a que Cujo se la zampara sin más miramientos. Como no fue así, se conformó con hacérselas pasar canutas en esta especie de purgatorio donde, en contra de lo que dice el racionalismo de los adultos, y como bien saben los niños, los monstruos sí existen. Eso sí, fiel al pesimismo que inunda su obra, en la novela la llegada de Vic Trenton no salva la vida del niño, mientras que en la película el congelado final, con Tad en brazos del padre, parece abonar la idea de que el crío sobrevive: ya se sabe que en el cine los finales tristes no dan dinero...
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