Hay un tipo de cine hecho con tres perras gordas, muchas ganas y evidente intencionalidad, que tiene parte del camino recorrido. Lo malo es cuando esos escasos medios, mucho esfuerzo y ganas de contar cosas no se corresponde con un resultado medianamente decente. Es el caso de este El apóstata, cuya obvia intención es denunciar las dificultades casi de trabajos de Hércules que tienen aquellos bautizados en el catolicismo que quieren apostatar de esa fe, en lo que parece un ejercicio más propio de El castillo, de Kafka, que de una sociedad moderna y donde se supone que este tipo de cosas deberían ser simples: tan sencillo como profesar una fe debería ser dejar de hacerlo (oficialmente, porque en la práctica cada hijo de vecino hace de su capa un sayo), especialmente si, como es el caso, la profesión se hace por designio paterno, no por voluntad propia, aunque cuando se es mayor se pueda mantener (o no, como diría el gallego).
El caso es que esa buena intención se torna bastante irritante cuando, dado que el tema tampoco da para mucho, el cineasta uruguayo Fernando Veiroj (del que apenas se ha estrenado La vida útil, que pareció infundir esperanzas) y sus guionistas optan por aderezar la historia con una serie de añadidos, postizos, adiposidades, apostillas, que poco o nada aportan.
Un joven treintañero que aún estudia, entre el pagafantas y el perroflauta, intenta conseguir que lo borren de las bases de datos de la Iglesia Católica, aunque la cuestión le está resultando más que complicada. Al mismo tiempo vemos cómo sigue teniendo un interés algo más que familiar por su prima, en cuya cama se mete en cuanto puede; su madre mantiene sobre él un dominio más propio de matriarca que de progenitora; da clases a un chico con cuya madre tiene una equívoca relación de no sé sí, o si no… Muchos temas, algunos congruentes, otros decididamente prescindibles, amasados además con algunas escenas oníricas que hacen sonrojar por su falta de sentido del ridículo, como la memez del sueño en una especie de sociedad desnudista (y menos mal que nos ahorran a Vicky Peña en bolas, uff).
El apóstata hubiera estado bien como corto; como largometraje le sobra eso, metraje, mucho metraje. Además, le sobra el protagonista, un Álvaro Ogalla (también coguionista), uno de los actores (es su debut, no se lo tomaremos demasiado en cuenta…) más pencos que hemos visto en mucho tiempo. Por supuesto, Bárbara Lennie y la propia Vicky Peña son loables por su aparición en un filme que, evidentemente, no aporta nada a sus estupendas filmografías, una al comienzo de la misma y ya reconocida como una de las grandes de su generación, la otra al final de su espléndida carrera. Que no se diga que la generosidad no es, desde luego, una de las muchas virtudes de ambas…
80'