Que Rusia es un país que cae en barrena es un axioma que no necesita demostración; que por ello sus mejores cineastas, como Nikita Mijalkov, parezcan haber perdido los libros, ya es otro cantar. Y es que el autor de películas de estremecedora belleza como Ojos negros o Urga, el territorio del amor, parece un novato aspirante a llevarle el maletín a David Lean en este mamotreto zarista, un peñazo de tres horas en las que, durante las dos primeras, uno tiene tiempo de echarse una siesta sin que se pierda absolutamente nada.
Menos mal que en los últimos sesenta minutos Mijalkov se acuerda de su talento y nos regala algunas buenas escenas, como la percutante culminación de la representación de El barbero de Sevilla, con un sentido del suspense que recuerda los mejores momentos de su cine, y sobre todo la escalofriante escena de los presos deportados camino de la estación, una secuencia magistral que sobrecoge el corazón por su fuerza, su extraordinaria composición visual, su gran dramatismo. Pero al margen de esa última parte, el resto es pura bisutería, un Doctor Zhivago de hojalata, una historieta romántica inverosímil, con militares de opereta y aristócratas muy, muy nobles.
Porque ésa es otra, el tufo filozarista que despide el filme, una benévola visión de la Rusia de finales del siglo XIX, que parece la Suecia de los años sesenta, un paraíso en el que, al parecer, no había hambre ni desigualdades; la oposición sólo aparece como una panda de terroristas y el zar Alejandro III parece Moisés bajando del Sinaí... En fin, pura propaganda del absolutismo monárquico. Los actores hacen lo que pueden: Julia Ormond está más despistada que un camello en el Polo, Oleg Menshikov hace esfuerzos denodados por ser el actor más gesticulante de la historia, y sólo el propio Mijalkov está entonado haciendo de lo que le gustaría ser: un zar absolutista, un rey paternalista y perdonavidas. ¡Eisenstein, vuelve!
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