El cine tiene cierta predilección por poner en imágenes sucesos de la vida real, y todavía más interés en dramatizar acontecimientos en los que tienen lugar filtraciones de secretos de Estado, espionajes reales y contrastados, “topos” de carne y hueso. Si las novelas de John LeCarré y de Graham Greene han sido llevadas a la pantalla con regularidad, los casos de espías auténticos son también muy socorridos. En 1979 el descubrimiento de que el asesor de arte de la reina Isabel II de Inglaterra, sir Anthony Blunt, par del reino, conservador regio de las obras de arte del palacio de Buckingham, era nada menos que un espía soviético, supuso un auténtico cataclismo en la Gran Bretaña.
John Glenister, cineasta inglés generalmente especializado en productos televisivos, fue el encargado de llevar, siete años más tarde, este caso a la gran pantalla, y lo hizo con esa flema que tan bien caracteriza a un cierto cine inglés, y que ha dado fama a, sobre todo, las series de la BBC, la ITV y otras cadenas británicas. Con todo, la corrección, que es la nota dominante del filme, no consigue transmitir emoción a lo que debía haber sido un relato en alguna forma apasionado de cómo un hombre que lo tenía todo en un sistema político renunció a ello por sus ideas.
Al frente del reparto aparece el prestigioso sir Ian Richardson, uno de los grandes de la escena inglesa, actor shakespeariano de la generación de Laurence Olivier; sir Ian moriría poco después de rodar este filme. Entre los secundarios aparece Anthony Hopkins, unos años antes de que compusiera el personaje (Hannibal Lecter, of course, en “El silencio de los corderos”) por el que pasará a la Historia del Cine.
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