Pelicula:

El cine japonés de repercusión internacional del último cuarto de siglo tiene dos parcelas claramente delimitadas: por un lado, el cine de animación, el popular anime, en el que el imperio nipón es sin duda una potencia, no solo en su aspecto más familiar o infantil (recordar los míticos ejemplos de Heidi o Marco sería paradigmático), sino también en una esfera más adulta, en la que Studio Ghibli ha jugado un papel importantísimo, aunque no ha sido el único estudio dedicado al “cartoon” japonés. Por otro lado, el cine con actores de carne y hueso tiene varios nombres de relieve, desde el ahora considerado como el más interesante de sus directores, Hirokazu Kore-eda, hasta otros estajanovistas como Takashi Miike, que rueda a razón de tres películas por año de media, pasando por Naomi Kawase, que se ha ganado prestigio con films como Una pastelería en Tokio, o el “enfant terrible” (bueno, ya poco “enfant”, que es septuagenario cuando se escriben estas líneas...) Takeshi Kitano, que goza de un predicamento mundial como director que, ciertamente, no compartimos.

Además de todos ellos, Yôjirô Takita también es un cineasta reputado y ya veterano. Nacido en 1955, dirige cine desde 1981, contando ya casi con una cincuentena de títulos en su haber como realizador. Curiosamente, y a pesar de gozar de fama en su país, su cine apenas se ha exhibido fuera de Japón, y eso que en 2008 consiguió el Oscar a la Mejor Película en Habla No Inglesa con Despedidas.

Su cine se caracteriza por su tono optimista, por sus historias “buenrollistas”, por su mirada siempre sonriente, incluso aunque en sus películas haya grandes tragedias que sus protagonistas terminan superando esforzadamente. En ese sentido, el cine de Takita es un poco estilo “Viva la gente”, aquel grupo originalmente llamado en inglés “Up with the people” que gozó de gran popularidad en los años setenta, para luego decaer.

Aquí se nos cuenta una historia que tiene dos partes claramente diferenciadas: en la primera, ambientada en el Japón de principios del siglo XXI, Mitsuru, un cocinero treintañero de gran prestigio cuyo restaurante ha ido a la ruina por su perfeccionismo a ultranza, intenta pagar sus deudas millonarias con un peculiar sistema: hombre asqueado de la vida, criado en un orfanato y sin referentes familiares, se dedicará a recrear para moribundos pudientes el plato más delicioso que haya probado en su vida, al objeto de que sea lo último que coma antes de morir y así rememorar un tiempo feliz, en una curiosa variante de la magdalena de Proust. Pero Mitsuru recibe un extraño encargo: será recompensado con una cifra muy superior a la ya obscenamente elevada que cobra, siempre que consiga recuperar las recetas del llamado Menú del Imperio Japonés, que se le encargó a un cocinero nipón, Yamagata, para el estado-títere de Manchuria, allá en los años treinta del siglo XX. Toda esa primera parte está plagada de la génesis de platos de todo tipo, a cual más apetitoso, en la febril labor de Yamagata y sus pinches de cocina para crear ese menú inigualable; en la segunda parte, sin embargo, nos percatamos de que existe una trama detrás de esa historia, una trama que dará un giro inesperado y que hará que todas las piezas vayan encajando poco a poco...

El problema de El cocinero de los últimos deseos es que toda su primera parte, tan sabrosa desde un punto de vista puramente culinario, desde una perspectiva cinematográfica es tirando a plúmbea: sí, son muy bonitos los platos, tienen una pinta buenísima, pero me temo que todavía no se ha inventado el cine “comido” (no hablamos de las palomitas que se engullen en la butaca de al lado...), así que los sesenta minutos, más o menos, que dura la ardua confección de las “recipes 1933”, nombre genérico con el que supuestamente es conocido el recetario de Yamagata, se tornan tirando a insufribles, aparte de que entren ganas de salir del cine a comerse aunque sea una hamburguesa con papas fritas... La segunda parte es más cinematográfica, cuando la intriga familiar que finalmente supone el meollo de la historia empieza a desplegarse sibilinamente, en una historia (esta vez sí) bien contada y argumentada, aunque también es cierto que a veces algo redundante.

Así las cosas, El cocinero... es un film desequilibrado, con una primera parte aburrida (salvo para los epígonos de Karlos Arguiñano, el de “rico, rico... y con fundamento”, o bien fans de Masterchef y programas de semejante jaez) y una segunda en la que el espectador, por fin, puede asistir a una película y no a un programa gastronómico.

Es cierto que, aunque se agradece el tono finalmente bienintencionado de la película, la machacona y empalagosa música que no da un momento de tregua no ayuda mucho a que se valore el film como lo que finalmente es, una historia de redención a través de la familia, en este caso por personas interpuestas y con sentidos mensajes que llegarán a nuestro descreído protagonista al cabo de los decenios, casi de los siglos, para convertirlo en el ser humano cabal que estaba destinado a ser, sino hubiera sido por el fatalista designio del Hades.

Viendo El cocinero... se entiende por qué el cine de Takita llega poco a Occidente: tiene un tono demasiado blandengue, demasiado almibarado para un público, el nuestro, al que este tipo de historias mayormente le resbala, por no decir otra palabra más gruesa. Interpretativamente hablando, los actores de la película participan de la escuela nipona, en general oriental, tan pródiga en aspavientos y en alzar estentóreamente la voz: en fin, cada escuela de actuación tiene sus cosas, aunque a los occidentales esta nos parezca poco sutil...


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126'

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El cocinero de los últimos deseos - by , Sep 01, 2019
2 / 5 stars
Rico, rico... y con fundamento