Esta película se ha podido ver en el ciclo homenaje a Jean-Pierre Melville que, con ocasión de su centenario, le ha dedicado el Festival de Cine Europeo de Sevilla (SEFF), en colaboración con el Instituto Francés y Cinesur.
El confidente fue el séptimo largometraje que dirigió Jean-Pierre Melville; está, entonces a la mitad de su filmografía, que llegó a los trece títulos de ese metraje (más un corto al inicio de su carrera). Quiere decirse que Melville (el heterónimo mobydickiano que asumió el cineasta judío parisino Jean-Pierre Grumbach) dominaba ya entonces todos los resortes del Séptimo Arte y hacía el cine que quería, ya no buscaba caminos, como le ocurría en sus primeros films, aunque finalmente encontrara la senda a partir de Bob, el jugador (1956).
Al comienzo del film, unos rótulos nos aclaran que “doulos”, que equivaldría a “chapeau” en francés, es decir, sombrero, tiene en el argot del hampa galo el sentido de confidente o informante (de la Policía, se entiende). París, a principios de los años sesenta. Faugel, un delincuente que acaba de salir de la cárcel, visita a Varnove, un perista involucrado en un robo de joyas; se conocen hace tiempo, y Faugel sabe que él fue quien mató a su novia; Faugel lo asesina con la propia pistola del perista, roba el botín de joyas y dinero en metálico y lo esconde todo al pie de una farola cercana. Posteriormente recibe en su casa a su amigo Silien (de reputación dudosa en el gremio delincuencial por su fama de soplón), que le facilita herramientas para un golpe que va a dar en un domicilio particular con otro amigo, Remy. Pero el asalto es abortado por la llegada de la Policía; muere Remy en el enfrentamiento, y también Salignari, el policía del que es confidente Silien, al que Faugel culpa de haberle delatado a los maderos...
El confidente es, sobre todo, un homenaje al cine negro norteamericano: todo remite al mejor “film noir” USA: ambiente, tipología, violencia exacerbada (para la época, se entiende), protagonismo absoluto masculino, con residual presencia femenina. Además de ello, Melville aporta otras características propias, como la férrea amistad masculina o el fatalismo que aboca a los protagonistas a un trágico fin.
Sobre la novela homónima de Pierre Lessou, Melville como guionista y director consigue un notable “polar”, el cine policíaco francés, con una historia envericuetada que tiene su talón de Aquiles en la necesidad de ser explicada, en una larga escena en boca del personaje de Belmondo, para que nos enteremos de qué ha sucedido realmente. Pero en puridad tampoco pasa nada, se le puede absolver de ese pecado de la explicación anticinematográfica, porque el conjunto es sólido, vibrante, con esa ambigüedad moral tan melvilliana, donde policías y delincuentes parecen cortados por el mismo patrón, donde la lealtad a prueba de bomba se puede dar indistintamente a ambos lados de la ley, con independencia de que unos sean gánsteres y los otros servidores de la justicia. Ello al margen del pujante estilo cinematográfico, plagado de imágenes “con contenido”, con largos travellings, como el inicial de los títulos de créditos, o de planos secuencia que se alargan durante minutos y minutos, con movimientos de cámara internos dentro del propio plano.
Es cierto que hoy día no pasaría por los filtros de lo políticamente correcto, con el trato degradante que se le da a las mujeres. Pero también que hay que ver estos films en el contexto en el que se hicieron, y no intentar aplicarles las normas que hoy nos rigen y que la harían inviable. Con una violencia considerable para la época (que Tarantino la tenga como una de sus películas de referencia da una idea del tema...), y un erotismo también llamativo, con escenas de desnudo fugaz a cargo de una de las coprotagonistas, El confidente no es quizá de las mejores películas de Melville (para mi gusto lo son El ejército de las sombras y, sobre todo, la magistral El silencio de un hombre, también conocida por su título original, Le samouräi), pero sí es un excelente ejemplo de cómo el cine francés fagocitó el concepto del cine negro norteamericano, creando desde esa realidad un fenómeno completamente nuevo, con sus propias reglas, paisajes, personajes, tramas. Melville fue uno de los cineastas que más contribuyó a la creación de este formidable género, el “polar”, que vivió en aquella época (años cincuenta, sobre todo sesenta, parte de los setenta) su mejor etapa.
Jean-Paul Belmondo, entonces en los inicios de su carrera, aunque ya había hecho algunos títulos fundamentales del cine de la Nouvelle Vague, como À bout de souffle, compone uno de los dos personajes centrales, un hombre de aparente lealtad evanescente; Serge Reggiani (quien por cierto en este film tiene un notable parecido con otros dos actores, el español Oscar Ladoire y el inglés Rowan Atkinson) estaba en la cima de su carrera, tras haber trabajado con los mejores cineastas de la época: Carné, Becker, Ophüls, Clouzot. Ambos, Belmondo y Reggiani, componen una de esas parejas masculinas típicas del cine de Melville cuya amistad tiene crípticas connotaciones homófilas.
En una de las últimas escenas, el personaje de Belmondo le dice a sus interlocutores, hablando de su ocupación delincuencial, que difícilmente los que se dedican a ella acaban de otra forma que no sea como vagabundo o lleno de plomo: profecía que, por supuesto, no dejará de cumplirse...
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