Joseph H. Lewis no goza de la fama de un John Ford, un Howard Hawks, un Anthony Mann o un Fritz Lang. Sin llegar a ese altísimo nivel (sobre todo porque todos ellos estuvieron en la cima de Hollywood durante varias décadas), lo cierto es que Lewis fue un director de notable interés, que hizo su mejor cine dentro del llamado “film noir” o cine negro, fundamentalmente durante los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, la mejor época del Hollywood clásico y, por ende, del cine de todos los tiempos.
Durante esas dos décadas, Lewis rodó varios films notables e incluso muy notables. Fue el tiempo de las poderosas Relato criminal (1945) y Agente especial (1955), ambas inscribibles en el citado cine negro, pero también de algunos westerns de interés, como La ciudad sin ley (1955) y El séptimo de caballería (1956). Pero su obra maestra sería esta El demonio de las armas, la historia de un chico cuya obsesión por todo tipo de armamento (fundamentalmente pistolas), unido a un amor apasionado y absoluto por una mujer con iguales aptitudes para la puntería, le llevará (en puridad, les llevará a ambos) a la perdición, en una espiral de robos y atracos cada vez con mayor violencia, cada vez con mayor peligrosidad, hasta constituirse en una especie de Bonnie & Clyde de los años cincuenta, una pareja de gatillo fácil que, una vez iniciada su escalada en el crimen, no podrá parar.
Puede verse también la película como una cierta alegoría sobre el Paraíso y el mito de la manzana de Eva, en la que la protagonista, Laurie, hace perder la cabeza al Adán de turno, Bart, a través del sexo y la buena vida, para lo que será necesario disponer de cada vez más dinero y, con ello, exponerse a ser expulsados del Edén, en este caso de la vida. Con independencia de lo que, a día de hoy, pueda pensarse sobre esa alegoría, que puede parecer, y seguramente lo es, trasnochada, lo cierto es que El demonio de las armas es, sobre todo, una maravilla de estilo: Lewis inventó aquí el plano continuado filmado desde el asiento de atrás del coche, con magníficos resultados, con el famoso plano secuencia del atraco al banco, rodado del tirón, absolutamente esplendoroso, en una escena que ha sido después reiteradamente copiada u homenajeada, como ocurre con la secuencia inicial de Tarde para la ira (2016), la ópera prima de Raúl Arévalo. Pero también jugó con otros recursos, como esa bruma de la escena final, en el fondo una sinécdoque sobre la propia niebla que inunda las mentes, los corazones, las almas de los dos amantes que se saben perdidos pero no quieren rendirse porque saben que no obtendrán compasión alguna, ni conciben una vida en presidio (si la condena fuera benevolente) viviendo perpetuamente separados.
Film modélico, bellísimamente fotografiado en blanco y negro por Russell Harlan, se puede decir que constituye el epítome del estilo de Lewis y una de las cumbres del “film noir” norteamericano de la época clásica, una película modesta que brilla muy por encima de sus humildes intérpretes, un John Dall que tuvo una carrera corta en títulos e interés, destacando solo en un par de films, en este y en La soga (1948), de Hitchcock; y una Peggy Cummings que hace un estimable papel de “vamp” de prodigiosa puntería, también con una filmografía escasa, que tendría en esta película y en la estupenda La noche del demonio (1957), de Jacques Tourneur, sus mejores títulos. Como curiosidad, aparece, aún adolescente, Russ Tamblyn, actor que pocos años después estaría en dos de los mejores musicales de todos los tiempos, Siete novias para siete hermanos y West Side Story.
(01-01-2020)
87'