Esta película está disponible en el catálogo de Netflix, Plataforma de Vídeo Bajo Demanda (VoD).
En cine se llama “sleeper” a los éxitos inesperados; para que nos hagamos una idea, El proyecto de la bruja de Blair (1999) fue un “sleeper”: costó 60.000 dólares y recaudó en todo el mundo la bonita cifra de casi 250 millones de dólares. En estos tiempos en los que hay nuevos actores en la exhibición cinematográfica (y cada vez más pujantes), no solo las salas de cine y las cadenas de televisión, sino también las cada vez más numerosas plataformas que emiten en “streaming” a través de internet, el concepto de “sleeper” tiene necesariamente que adaptarse a esa nueva época; así ocurrió con La casa de papel, la serie de Atresmedia que, tras su paso por la cadena principal del conglomerado audiovisual, Antena 3, fue adquirida por Netflix, quien la convirtió en la serie en lengua no inglesa de más éxito de su plataforma en todo el mundo.
Pues con esta El hoyo ha ocurrido algo parecido, solo que en esta ocasión ha pasado directamente desde su itinerario por festivales (donde fue premiada en Sundance, Toronto y Sitges, entre otros), tras un casi simbólico estreno en salas de cine, a ser exhibida por Netflix, convirtiéndose en el fin de semana de su estreno en los USA a través de esa plataforma en el producto audiovisual más demandado de su catálogo, un auténtico bombazo.
Y lo cierto es que tiene todo el sentido. El hoyo se inicia con una especie de cuestionario que una mujer, la funcionaria de turno, hace a un hombre, como de 35 o 40 años. Ese cuestionario le llevará (o no) a un recinto, conocido como “El hoyo”, donde deberá permanecer durante seis meses para obtener un título homologado. Tras ello, el hombre, llamado Goreng, despierta en una especie de gran celda cuadrada con un rectángulo en el centro a través del que baja una plataforma con comida, o restos de comida, dependiendo del nivel en el que se encuentren, al parecer más de doscientos en total: cuanto más alto, las viandas están más enteras, cuanto más bajo, apenas quedan los platos y poco más. En ese nivel está con él un hombre mayor, Trimagasi (los nombrecitos se las traen...), que le informa de cómo va el tema, adobando sus palabras con la frecuente utilización de la exclamación ¡obvio!, que será recurrente a lo largo del relato...
Es evidente que hay al menos un referente en el que Galder Gaztelu-Urrutia (Bilbao, 1974) ha bebido: hablamos (¡obvio!) de Cube (1997), la película de culto canadiense dirigida por Vincenzo Natali que sorprendió a finales del siglo XX con una claustrofóbica historia en un mundo cerrado por formas geométricas cúbicas, que ha tenido gran influencia desde entonces en el cine de intriga, tensión y terror. Pero también es evidente que El hoyo tiene autonomía propia, personalidad auténtica. Porque aunque se parte de un planteamiento no demasiado lejano, el desarrollo de la historia nada tiene que ver.
Es El hoyo una película de diferentes niveles, como los estadios en los que sus moradores viven durante un mes, antes de ser cambiados, quizá aleatoriamente (o no), a otros. En esos diferentes niveles hay de todo: un nivel filosófico, sobre el ser humano y su trascendencia; uno sociológico, sobre cómo nos comportamos en situaciones extremas; otro político, en el que se establece una lucha de clases en una sociedad en la que (en este caso para nada es ¡obvio!) esas clases mudan, y los hoy de clase alta mañana pueden ser de clase bajísima, y viceversa; un nivel antropológico, que nos habla sobre el ser humano y su actuación como especie; un nivel psicológico, que nos presenta, debidamente corporeizado, el complejo de culpa... y así sucesivamente, en una rica taracea de temas razonablemente bien imbricados.
Con una estética sobria, austera, desnuda, como corresponde por lo demás con el modesto presupuesto manejado (nunca mejor dicho lo de “hacer de la necesidad virtud”...), El hoyo, con sus imperfecciones, que las tiene, se constituye en una película estimulante, atractiva, que mantiene el interés prácticamente durante todo su metraje. Un final en el que se entra en el terreno de lo simbólico quizá sea excesivo para una historia que mantiene, en general, una apariencia de realismo, por más que se trate de una distopía, subgénero que siempre juega (¡obvio!) con normas de historias fantásticas, a veces incluso fantasiosas.
Es también, por qué no decirlo, una visión muy pesimista sobre el género humano; para su director y guionistas, los seres humanos, en contextos de catástrofe, somos insolidarios, egoístas, nos movemos por el exclusivo interés propio (dicho sea de paso, en esta crisis que actualmente vivimos con la pandemia del coronavirus, se está demostrando justamente lo contrario); según los autores de la historia, solo actuamos bien cuando se nos obliga a ello con medidas coercitivas insuperables.
Galder Gaztelu-Urrutia es un productor que lleva haciendo cine desde principios de siglo; como director tiene una todavía menguada carrera, con solo dos cortos y este largometraje que es su debut en cine comercial. Parece claro que buena parte del mérito del film lo tienen también (¡obvio!) los guionistas, David Desola (autor también de la historia en la que se basa el guion) y Pedro Rivero, cuyos créditos anteriores no habían delatado un talento como el que ahora se revela.
Buen trabajo de los intérpretes, especialmente de un Iván Massagué del que ya sabíamos de su calidad (y que ha copado portadas en webs digitales norteamericanas del prestigio de la IMDb, algo inusitado para un actor español que no sea Banderas, Penélope o Bardem), pero también del veterano actor vasco Zorion Eguileor, que hace toda una creación de su complejo papel, incluido cuando se convierte en una especie de Pepito Grillo “king size”.
(01-04-2020)
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