En 2012 Alfonso Sánchez dirigió El mundo es nuestro, una comedia hecha con tres perras gordas que, si bien no destrozó ningún record de recaudación (ni lo pretendía...), sí llamó poderosamente la atención por la poquísima vergüenza con la que él, su cuate Alberto López, y un grupo de profesionales fundamentalmente andaluces ponían en escena una historia más bien marciana, con un atraco a un banco hecho por dos pobres infelices, El Culebra y el Cabesa, dos canis sevillanos de manual que pretendían seguir la senda del Dioni, aquel bizco que se llevó el botín del furgón blindado que supuestamente custodiaba y se pegó la gran vida durante algún tiempo en Brasil, hasta que el largo brazo de la justicia le echó el guante.
Aquella El mundo es nuestro era un paradigma de película que caía irremediablemente bien: hecha con tres perras gordas (casi literalmente...), a base de un proceso de crowfunding o micromecenazgo, conseguiría, a pesar de una limitadísima campaña publicitaria (los recursos eran los que eran, mínimos), alcanzar los 128 mil espectadores en toda España, más de medio millón de euros en taquilla, aunque me temo que en su mayoría lo fueran en Andalucía, y no digamos en Sevilla.
Si en El mundo es nuestro los protagonistas eran El Cabesa y El Culebra, dos canis hispalenses que no tenían donde caerse muertos, para esta segunda entrega de la que podríamos llamar la Saga de los Compadres, Sánchez y López han escogido a sus sosias señoritos, el Rafi y el Fali, dos tópicos rancios sevillanos metidos en un fregado que les supera.
Rafi llega a casa de Fali, su compadre; su mujer lo ha echado (otra vez) del hogar familiar, por la querencia del marido a meterse en negocios imposibles, siempre alegales cuando no ilegales; pero Fali tiene que ir a recoger el traje de comunión (que vistió, según dice, el mismísimo Alfonso XIII) para la comunión de su hijo, y llevarlo a la finca solariega de la familia de su suegro millonetis, donde se celebrará el evento. Pero a Fali, como siempre, lo lía su compadre cuando le pide que le ayude a pagarle 60.000 euros a unos rusos a los que ha estafado...
El mundo es suyo es, desde luego, una producción mucho más costeada que la anterior entrega de los Compadres; ahora no ha hecho falta crowfunding ni gaitas, sino productoras tan consolidadas como Sacramento, de Gervasio Iglesias, e incluso Atresmedia, uno de los dos grandes grupos mediáticos audiovisuales españoles, además de la distribución de Warner, que son palabras mayores. A cambio, sin embargo, nos parece que la historia es menos fresca, más artificiosa, sin que ello quiera decir que carezca de interés: es una marcianada, pero una marcianada graciosa, y Alfonso Sánchez, Ana Graciani y Sergio Rubio, los guionistas, no dejan títere con cabeza en la sociedad sevillana: los señoritos, por supuesto, se llevan la parte del león en cuanto a palos en todo lo alto: fulleros, arrogantes, racistas, vagos, perdularios, chanchulleros... pero tampoco sale favorecida la aristocracia, con tres cuartos de los mismos vicios que los señoritingos, o los clérigos, puestos por interesados en las comilonas antes que en el bien de sus feligreses, o la televisión, pintada con los colores de la peor basura audiovisual.
El caso es que, aunque existe un guion que da cierta cohesión a esta disparatada historia, parecen prevalecer los gags de estos dos personajes carajotes, y eso juega en contra del ritmo, bastante irregular, asignatura que deberá repasar Sánchez para futuros empeños. También sería bueno que mejorara la planificación, sobre todo la de las escenas con muchos personajes dentro del plano, que resultan (me temo que) impremeditadamente caóticas.
Pero, con todas sus insuficiencias, que las tiene, lo cierto es que El mundo es suyo es una comedia divertida, a ratos desternillante, con un humor de trazo grueso que se basa sobre todo en la idiosincrasia de esa fauna de dinosaurios que puebla algunos barrios de Sevilla, que ahora responden al nombre común de rancios sevillanos, denominación con copyright de Julio Muñoz Gijón, que plasmó el estereotipo (literariamente de forma atroz, pero con buen tino en la fijación de sus “cualidades”, por así llamarlas) en libros como El asesino de la regañá.
Del reparto nos quedamos con los protagonistas, que tienen la cara más dura que la pata de un paso, un Alfonso Sánchez y un Alberto López que le tienen ya pillado el tranquillo a sus personajes, dos desahogados, en el fondo dos desgraciados que quieren aparentar lo que, en puridad, no son; y es que el famoso hidalgo al que servía el Lazarillo de Tormes, aquel que se ponía migajas de pan en la barba para simular que había comido, sigue teniendo descendencia, tantos siglos después... Aparte de los protagonistas hay que hablar de la presencia impagable de Javier García Pelayo, que aquí compone un patriarca gitano, maestro en el comercio de la farlopa, que se come con papas al resto del elenco cuando aparece en pantalla.
Eso sí, como ocurría en El mundo es nuestro, la nueva película de Sánchez & López puede tener serios problemas de entendimiento de su humor más allá de Despeñaperros; qué digo Despeñaperros: más allá de Castilblanco de los Arroyos, me temo, no se enterarán de la mitad de las gracias... Es lo que tiene el localismo, que los que dominamos las claves por vivirlas a diario nos partimos de risa, pero el resto, me temo, se queda a dos velas...
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