Sobre la novela El niño con el pijama de rayas, el último éxito de literatura infantil y juvenil, del que es autor John Boyne, estaba cantado que, más temprano que tarde se haría una película: aquí está. No conozco el original literario, pero ya sabemos que no hace falta: la obra cinematográfica, como la literaria, son autónomas. El eje central del filme es el acercamiento al Holocausto desde la mirada inocente de un niño de ocho años, hijo de un alto oficial nazi, de las SS para ser más exactos (les hago gracia del viejo chiste: era un tipo tan malo que lo echaron de las SS por sádico…), que por mor del traslado de su padre como responsable del campo de concentración de Auschwitz, descubrirá la existencia de lo que él cree que es una granja, y en ella a un chico de su misma edad, con el que pronto entablará una especial relación de amistad.
Esa relación habrá de sortear dificultades, como la diaria mentira del niño para acercarse hasta la cerca de alambre de espino a hablar con su nuevo amigo, a jugar con él, a llevarle comida. También el miedo hará asomar el fantasma de la deslealtad. Pronto el filme toma un camino que, a poco que el espectador tenga dos dedos de frente, le hace imaginar el atroz final.
Quizá el mayor mérito de la película sea, precisamente, esa aportación de una nueva perspectiva sobre el Holocausto, una visión distinta, a fuer de inocente, desde una mirada en la que no cabe siquiera la posibilidad de que unos seres humanos, supuestamente civilizados y organizados en lo que se supone es un Estado moderno, se dediquen a exterminar metódica, aberrantemente, a otros seres humanos, por la “gravísima” causa de pertenecer a una etnia concreta (para el caso, los judíos, los mayores damnificados en aquel horrísono proceso que la historia universal de la infamia --¡ay, Borges, siempre Borges!— conoce como el Holocausto). Esa inocencia primigenia en un chico criado en un hogar nazi es lo mejor del filme, como si el ser humano pudiera volver al estado de ingenuidad del buen salvaje de Rousseau, o al de los protagonistas de El pequeño salvaje, de Truffaut, y El enigma de Gaspar Hauser, de Herzog.
Lástima que no llegue mucho más allá; es cierto que los encuentros con el chico judío preso en Auschwitz tienen fuerza, son de lo más válido en la historia. Pero el cotidiano deambular del chico en su hogar, con el padre y el abuelo nazis hasta los tuétanos, la madre asqueada cuando conoce el felón trabajo de su marido, la hermana abducida por la aberrante ideología del Mein kampf, resulta con demasiada frecuencia inverosímil, como de cartón piedra. A ello no es ajeno un notable error de casting, porque David Thewlis (cuyo personaje más popular es seguramente el licántropo Remus Lupin en la saga de Harry Potter) sólo encaja en el papel de nazi cabrón en cuanto a su pelo rubio, pero carece de ese punto de mala leche que parece consustancial a un alto mando de las SS.
Así las cosas, todo conduce fatalmente al trágico final, que no destriparemos, pero que no es difícil de adivinar. Queda entonces un filme resultón, agradable de ver en su denuncia desde otro punto de vista de una matanza sin nombre sobre la que nunca se harán suficientes películas, pero nada más. Es cierto que, en España al menos, está funcionando magníficamente en taquilla: bueno es que, por una vez, no sea la tópica historia de acción y efectos especiales la que lleve al público al cine, sino esta pequeña fábula sobre el niño que no sabía, ni llegará a saber, qué punto de maldad son capaces de alcanzar sus mayores en según qué circunstancias.
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