Alejandro González Iñárritu, tras el éxito de Birdman, se ha convertido en una de las voces más poderosas de Hollywood, lo que le ha permitido colocarse en cabeza (junto a Alfonso Cuarón, otro mexicano ilustre) del que podríamos denominar lobby hispano en la Meca del Cine. Ello le ha facilitado rodar esta ambiciosa, costeada película, que (como ha recordado mi amigo y colega Federico Casado) no es sino un remake camuflado (pues en ningún momento se cita en los créditos, sino que se dice “basada en parte en la novela de Michael Punke”, que no tiene relación alguna con el film crípticamente homenajeado) de El hombre de una tierra salvaje (1971), dirigida por Richard C. Sarafian.
En efecto, estamos en la América previa a la Guerra de Secesión, en plena naturaleza, con un grupo de tramperos haciendo su trabajo; uno de ellos es atacado por un oso; gravemente herido, es abandonado por los suyos, pero el muerto aún está lo suficientemente vivo como para perseguir a los que le traicionaron. Esta breve sinopsis sirve igualmente para El renacido y para la mentada El hombre de una tierra salvaje; aunque en el caso del film de Iñárritu se añadan algunas connotaciones antirracistas (el protagonista tiene un hijo medio indio que le acompaña y al que intenta proteger a toda costa; su mujer india fue abatida por militares del Ejército, lo que le atormenta desde hace años), en puridad es la misma historia.
Lo cierto es que nos ha interesado más el Iñarritu de las comedias dramáticas (Birdman), de los dramas puros (21 gramos), incluso de los dramas existenciales (así podríamos denominar a Babel). La aventura, que no otro es el género de El renacido, no parece irle demasiado bien. Parece que Iñárritu ha tenido que desplegar tal esfuerzo en el rodaje y postproducción, en escenas que literalmente quitan el aliento, como el ataque del oso al protagonista (con un realismo nunca visto en pantalla), que la historia propiamente dicha se ha quedado en un serie de brochazos, en un bosquejo de lo que podría haber sido algo mucho más interesante, a poco que se hubiera podado metraje superfluo (embelesado el autor y su director de cinematografía, Emmanuel Lubezki, con la belleza de los paisajes, fundamentalmente canadienses, aunque también argentinos y norteamericanos) y se hubiera engrosado, por ejemplo, la historia sobre la saudade del personaje central respecto a su esposa india asesinada por un oficial blanco, que queda apenas abocetada.
No obstante, no es El renacido un film deleznable: contiene buen cine, aunque sea a ráfagas, y la utilización de los efectos especiales es de un virtuosismo extremo; la calidad de estos, como ya pasó en Birdman, deja con la boca abierta al cinéfilo más curtido. Pero la historia que se nos cuenta, aparte de un tanto trillada (la venganza tras el ultraje y/o la muerte de seres queridos, ese “leit motiv” de tantos wésterns clásicos y no digamos de los espagueti-wésterns), resulta feble, falta de meollo, casi una anécdota cuyo único fin parecer ser permitir a Iñárritu y a su portentoso ejército de técnicos un despliegue de F/X y efectos visuales que quita el hipo.
Leonardo DiCaprio parece que esta vez se llevará el Oscar por el que tanto suspira; su trabajo es bueno y muchas las penalidades que ha tenido que arrostrar, a pesar de su cartel de estrella. Tom Hardy compone un villano notable, uno de esos tipos taimados con los que es mejor no cruzarse en el camino: falso, impío, traidor, inhumano. Además de la bellísima fotografía de Lubezki sería injusto no citar a los autores de la banda sonora, el japonés Ryûchi Sakamoto (inolvidable como actor en Feliz Navidad, Mr. Lawrence, de Nagisa Ôshima, con David Bowie como oscuro objeto de deseo) y al alemán Alva Noto, seudónimo de Carsten Nicolai, autodenominado artista del sonido, que consiguen un “score” sugerente, lleno de notas telúricas.
Además de las evidentes influencias del film de Sarafian ya mencionado, quizá sea oportuno decir que El renacido está más en la línea fatalista, negativa, desalentada de la literatura de Joseph Conrad que en la más luminosa, positivista, esperanzada de las novelas de Jack London, los dos grandes referentes en el género de aventuras del siglo XIX, que escribieron además con profusión sobre el cruce, con frecuencia el choque, entre ser humano y Naturaleza. Lástima que, además del tono conradiano, Iñárritu no alcance también la calidad humanista del escritor anglo-polaco.
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