Hay ejercicios de estilo a los que se les nota demasiado su esencia de tal. Véase el caso de La soga, de Hitchcock, un virtuoso juego técnico para aparentar un único plano secuencia de hora y media, aunque temáticamente era bastante más endeble que sus obras maestras; véase también La dama del lago, una de las pocas películas dirigidas por el actor Robert Montgomery, filmada toda ella desde la perspectiva en cámara subjetiva del protagonista.
Pero hay otros ejercicios de estilo que, además de maravillar, tienen contenido, tienen meollo. Ése sería el caso de esta Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia), extraño título con paréntesis donde normalmente no lo hay (o al menos iría incluida también la conjunción disyuntiva “o”, que sin embargo va fuera del mismo…), pero de cualquier forma un brillante ejercicio de estilo que, a la vez, nos bombardea con un buen número de temas. Quizá demasiados, aunque soy de la opinión de que, en arte, la abundancia no tiene por qué ser negativa, ni mucho menos: hay filmes que están dándole vueltas a la misma idea durante todo su metraje, así que no le vamos a poner faltas a uno porque nos abrume con su diversidad de temas…
El ejercicio de estilo parte del hecho de que, teóricamente, el filme está rodado en un único plano secuencia, de tal forma que durante las casi dos horas que dura, no existe (también teóricamente) ningún corte de plano, es una única unidad visual. Claro que, por supuesto, sí existen esos cortes, aprovechando “negros” dentro de la propia continuidad visual o incluso, teniendo en cuenta la extraordinaria tecnología actual, cortando, sin que se note, sobre el propio plano en movimiento. Virtuosidad sería entonces la palabra, pues ciertamente deja sin aliento esta historia que se sucede sin descanso durante casi 120 minutos, con mínimas pausas que se toma el director para pasar de la noche al día (manteniendo el mismo plano y el mismo encuadre) o escenas de menor movimiento como las que mantienen de vez en cuando los personajes de Norton y Stone.
Pero, además de esa maravilla técnica, y del hecho de que el protagonista, por mor de su antiguo protagonismo de un superhéroe en la gran pantalla (Birdman, evidente trasunto de Batman, al que Michael Keaton interpretó a principios de los años noventa en Batman y Batman vuelve, ambas con dirección de Tim Burton) vuele como los personajes de Chronicle, lo cierto es que hay en Birdman… una notable variedad de temas en general de lo más interesante: la adicción a la fama, a la popularidad, y la búsqueda incesante de su recuperación cuando se pierde; la teatralización que, con cierta frecuencia, hace que actores y actrices conviertan en interpretación toda su vida, incluida la personal que nada tiene que ver con cámaras y tablas; la crítica endiosada, que hunde o hace triunfar obras de teatro, películas, canciones, danzas; los egos, ay, los egos, esa materia hinchable de la que están hechos los artistas, cualesquiera que sea su disciplina. Y así casi hasta el infinito: los sueños, con su miedo a la desnudez en público y su deseo de volar y de ser omnipotente; las relaciones paternofiliales, ese amor sadomasoquista; el papanatismo de cierto público, que loa o lincha por motivos fútiles…
Birdman… es, de esta forma, un brillantísimo ejercicio técnico sobre una miríada de temas, en general muy bien desarrollados y con una interpretación soberbia de Michael Keaton, al que además hay que reconocerle el valor de, prácticamente, autointerpretarse. Y es que, efectivamente, el actor que fue Batman en los años noventa, en dos películas, posteriormente fue olvidado por el público habitual y debió subsistir en productos de cada vez menor fuste. Bien está que este striptease intelectual, a ratos casi físico, le haya devuelto a primera línea. Cuando escribo este texto ha conseguido, tan merecidamente, el Globo de Oro al mejor actor protagonista por este filme, y parece que tiene papeletas para el Oscar. Nos alegraríamos por él, porque Keaton siempre nos pareció un actor desaprovechado, un histrión que, sin embargo, tenía capacidad, como aquí demuestra, para interpretar también desde la contención, aunque en otros momentos tenga que dar rienda suelta a cierta sobreactuación que, desde luego, pide su personaje a gritos (nunca mejor dicho…).
Entre el resto del reparto me quedo con dos féminas, Emma Stone, una de las más talentosas actrices jóvenes del momento, y Naomi Watts, por la que tengo debilidad, y que había trabajado ya para Alejandro González Iñárritu en 21 gramos. El director mexicano, por cierto, se confirma como uno de los más interesantes autores que ha dado el comienzo de este siglo XXI: filmes como Amores perros, la mentada 21 gramos, Babel y (en menor medida) Biutiful, además de esta muy notable película, ratifican que estamos ante un talento genuinamente cinematográfico, aunque en este caso su paisaje fundamental sea un teatro y sus entresijos…
119'