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Kenneth Branagh, como director y actor, es evidente que mantiene una absoluta admiración por la obra de Shakespeare. A lo largo de su carrera muchas de sus películas han sido adaptaciones de textos shakespeareanos: desde su ópera prima Enrique V (1989) hasta Como gustéis (2006), el cineasta norirlandés ha llevado a la gran pantalla hasta cinco obras del vate de Stratford-upon-Avon, además de haber intervenido solo como actor en alguna otra, como el Otelo (1995) de Oliver Parker. También en su faceta teatral su carrera estuvo inicialmente plagada de puestas en escena shakespeareanas.
Queremos decir que el momento en el que llegara este El último acto, en el que Branagh encarna a su queridísimo autor, era solo cuestión de tiempo. La película se fundamente en un texto del polifacético y reconocido escritor Ben Elton, que fantasea sobre los últimos años de la vida del dramaturgo, de 1613 a 1616, tras el incendio que en el primero de esos años calcinó hasta los cimientos su Teatro del Globo en Londres, lo que le hizo volver a su localidad natal, Stratford-upon-Avon, donde William residiría hasta su muerte.
En ese tiempo, según imagina Elton, y con él Branagh, Shakespeare se dedicó superficialmente a la agricultura, actividad en la que se sabía poco ducho, quizá como forma de contrarrestar el intenso trabajo intelectual desarrollado durante los decenios anteriores, creando una obra teatral de inmenso genio. Pero en realidad lo que nos cuenta El último acto sería la difícil convivencia del poeta tanto con su esposa Anne como, sobre todo, con sus hijas Susanna (casada) y Judith (aún soltera en ese tiempo), en especial con esta última, que mantiene un sordo rencor hacia su padre, creyendo, quizá no sin motivo, que este hubiera deseado que Hamnet, el gemelo de Judith, que murió 18 años atrás supuestamente de peste, hubiera sobrevivido a la enfermedad y hubiera sido su gemela Judith a la que se hubiera llevado la Parca.
Sobre ese grave resentimiento familiar, y el secreto que se esconde tras él, y otros colaterales con la esposa preterida y la primera hija casada con un puritano que realmente era un crápula disfrazado, cimentan su historia Elton y Branagh, en una película en la que la figura de Shakespeare lo llena todo, es el centro y eje de una trama que, ciertamente, interesa, aunque es verdad que a ratos el ascetismo de la puesta en escena, la sobriedad de los decorados y los atuendos (en verdad ajustados a la época) hacen que se pierda un tanto la atención.
Esa evocación de un Shakespeare crepuscular, en el último tramo de su vida, quizá sea la mejor baza de esta historia en la que, sin embargo, parece claro que lo que más ha interesado a Branagh ha sido precisamente calzarse los zapatos de su ídolo, ponerse en su lugar, ser él mismo el Bardo en la gran pantalla. La presentación que hace siempre del gran William es enaltecedora, con frecuencia jugando con contrapicados que le dan la preeminencia que ciertamente merece. Ello no quiere decir que el retrato del poeta sea absolutamente entregado: vemos sus dudas, sus problemas, su distinto tratamiento, a veces casi inconsciente, con la hija supérstite de los gemelos, pero también su grandeza y su admiración sin tasa hacia el conde de Southampton, con el que tendrá un encuentro lleno de ambigüedades que parecería abonar la tesis de una relación platónica entre ambos, concretada en papel en la dedicatoria al aristócrata de sus poemas narrativos Venus y Adonis y La violación de Lucrecia.
Según Elton y Branagh, esos tres años finales de su vida estarían regidos por los sinsabores familiares, con la melancolía por el recuerdo de Hamnet, el desgraciado matrimonio de Susanna, el inicial desdén de la esposa Anne, el sordo rencor de Judith, aunque también habría momentos para la serena dicha, desde el progresivo acercamiento de su mujer o la boda de la hija menor, que parecerá un destello de luz pronto oscurecida.
Por supuesto, el director utiliza la propia obra de Shakespeare con cierta frecuencia en la propia trama, no solo en los versos del Bardo que el propio Southampton le recita en su encuentro, sino también, de forma utilitaria, cuando el poeta utiliza amenazante la historia de Tito Andrónico para soslayar la amenaza de un denunciante por el adulterio de su hija mayor. Como quizá no podría ser de otra forma, Branagh pone en boca del dramaturgo, ya herido de muerte, el famoso verso del segundo actor de El sueño de una noche de verano, “conozco una loma donde crece el tomillo silvestre/ donde las prímulas y las violetas que se mecen crecen/ sombreadas por la voluptuosa madreselva...”, quizá como una premonición de su pronta defunción, cuando su cuerpo y la tierra serán una sola cosa.
Habrá tiempo para la reflexión sobre el proceso creativo, incluso para el prosaico y humilde cortaplumas que permitía la preparación de las plumas de cálamo con la que se escribía en la época, pero también una mirada adelantada a su tiempo sobre el papel de la mujer en el mundo, plasmada en el personaje de la díscola Judith, en puridad única heredera del talento creativo del padre genial, pero condenada por su sexo a ser mera continuadora de la especie, sin siquiera derecho a herencia al no tener en principio marido ni descendencia. En ese sentido, se puede decir que la mirada de Branagh sobre Shakespeare sería indulgente, imaginando que el dramaturgo tenía una sensibilidad femenina, casi feminista, que ciertamente es difícil de confirmar.
Formalmente, como queda dicho, Branagh opta por el ascetismo, por la preponderancia de los colores negros, presentes invariablemente en el vestuario de los personajes, pero también en la iluminación, con una fotografía que gusta de la tenue penumbra, pareciendo con cierta frecuencia que se inspira en la pintura de Rembrandt, casi contemporáneo de Shakespeare.
En la interpretación, se adivina a un Branagh exultante por interpretar a su ídolo absoluto; Kenneth hace un buen trabajo, jugando a la vez a ser el mito que es y será Shakespeare, pero también el ser humano que sustentaba al genio. Del resto nos quedamos con el talento casi invisible de Judi Dench, una matizada esposa del artista, y también, claro está, con el inmenso Ian McKellen, si bien habrá que decir que su edad en el momento de la filmación, 79 años, parecen excesivos para su personaje, el del conde de Southampton, que en el momento en el que aparece en el film tenía solo 40...
(31-05-2020)
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