Pablo Larraín es, con toda probabilidad, el más interesante cineasta chileno de este siglo. Además de director y guionista es productor; como tal ha producido películas de autores chilenos como Sebastián Lelio, pero también de Abel Ferrara. Como director, en especial, tiene una carrera no demasiado larga todavía pero con títulos de interés, desde su segundo film, Tony Manero (2008), pasando por No (2012), que ponía en imágenes la dura campaña contra el plebiscito con el que Pinochet pretendía perpetuarse en el poder, El club (2015), devastadora mirada sobre el vidrioso asunto de la pederastia en la Iglesia católica, y Jackie (2016), su primera incursión en Hollywood, una visión muy personal sobre la viuda de JFK en los días posteriores al magnicidio.
Ahora nos vuelve a sorprender con otro cambio de registro con esta Ema. Porque una de las características de Larraín como director es, precisamente, su eclecticismo. De una película a otra cambia el tema, el tono, la forma de abordarlo, prácticamente todo. En ese sentido, le pondría difícil las cosas a cualquier epígono de André Bazin que crea a pies juntillas en la teoría del autor. Sus películas no tienen nada que ver una con otra, y eso, en principio, es sanísimo, por más que, como ya sabemos, haya directores que siempre hagan la misma obra, con matices, con distintas perspectivas.
No es el caso de Pablo, que en esta ocasión nos plantea una historia ambientada en su Chile natal, en nuestros días. La protagonista, Ema, es una bailarina de danza contemporánea, esposa de Gastón, director escénico del conjunto de ballet en el que ambos colaboran, cada uno en su oficio. Ambos adoptaron tiempo atrás a un niño, Polo, como de 8 años, al que sin embargo “devolvieron” tiempo después tras haber propiciado este (quizá involuntariamente) varios accidentes, alguno de suma gravedad, con serios daños físicos para terceras personas. Ema tiene remordimientos y quiere recuperar al niño, pero las instituciones se lo niegan y su entorno social la repudia por esa “devolución”...
Tiene Ema una primera parte intensa y, lo diremos pronto, subyugante: la primera media hora, quizá 45 minutos, está plagada de escenas en las que los cónyuges, Ema y Gastón, se reprochan ese hecho insólito de la devolución del niño adoptado, como si de esa forma se pudieran salvar a sí mismos de algo que les reconcome. Tiene toda esa parte una fuerza en do menor, en “sotto voce”, que te llega poderosamente, esa madre que quiso serlo, dejó de querer serlo y de nuevo lo quiere ser, con esa relación de amor/odio con su marido, al que culpa de todo (como él lo hace con ella), una coexistencia que se hace insoportable; la lucha de la mujer por intentar retomar el contacto con el crío se estrellará contra el repudio de cuantos la rodean, asqueados de un acto, la “devolución” del niño, que consideran abyecto.
Pero la segunda parte, me temo, no tiene esa misma altura, ese tono mesmérico de dos seres enfrentados desde las entrañas y de un entorno asfixiante que los mira con desprecio. Esa segunda parte, en la que Ema ideará una estratagema para volver a recuperar (más o menos...) a Polo como hijo, o aproximadamente como hijo, es bastante más endeble. Se pierde la fuerza, el poderío de la primera parte, y la historia se dispersa para permitir a la protagonista realizar su plan, del que solo nos enteraremos al final, con una explicación verbal más bien pedestre. Tendremos en esta segunda parte menos baile contemporáneo y mucho más reguetón, al que se dedica en cuerpo y alma la prota en esa fase de su vida, y tendremos también sus diversas aventuras (todas con una determinada intención: la prota no da puntada sin hilo...) amorosas, o sexuales, o meramente reproductivas, en una historia que pierde fuelle considerablemente, y que propicia ese gesto tan temido para cualquier peli: el espectador mirando el reloj, a ver cuánto falta...
El conjunto, entonces, es irregular. Está bien contada, por supuesto, y Larraín se muestra como el director seguro y competente que ya conocemos. La acumulación de temas, no solo el deseo de la maternidad (aunque sea de ida y vuelta...), sino también la expresión artística, las nuevas formas de arte urbano, el fuego como elemento purificador, la inusitada capacidad del ser humano para hacer daño a sus semejantes, en especial a los que supuestamente más quiere, no juega a favor de la unidad temática y estilística de una película estimulante pero que, lamentablemente, no termina de redondear en la gran obra que se intuye en su comienzo.
Buen trabajo de la protagonista, Mariana Di Girolamo, con una contención espartana (incluso en los momentos más duros) a prueba de bombas. Gael García Bernal, que vuelve al cine chileno (ya estuvo en la mentada No, también de Larraín), hace un trabajo correcto, aunque me temo que no nos lo creemos demasiado como director de escena de ballet contemporáneo.
En un momento determinado, cuando Ema ya ha iniciado su plan para recuperar a su niño, y abraza el reguetón como forma de mostrar su indignación, su inconformismo, Gastón le reprende por la que él considera una, en el mejor de los casos, ínfima forma artística. La chica le dice que bailar reguetón es como hacer el amor, y que de esta forma, el orgasmo se puede bailar. Curiosa, original, quizá epatante forma de definir esta danza urbana, cosmopolita, universal, el reguetón, que hogaño lo inunda todo. Lástima que la pérdida de la inicial fuerza de una película que se intuía poderosa, sin embargo, no nos permita también (figuradamente) bailarla y hacerla nuestra, disfrutar sin límites de un film mucho mejor de lo que finalmente resulta ser este Ema.
(25-01-2020)
102'