La Primavera Árabe estalló en Túnez en Enero de 2011, pocas semanas después de que a Mohamed Bouazizi, un vendedor de fruta ambulante, le fuera requisada la mercancía y los útiles de su trabajo, además de ser humillado por la Policía; personado en el ayuntamiento para denunciar lo ocurrido, fue rechazado y menospreciado por los funcionarios, por lo que se hizo con un bidón de gasolina, se roció con el líquido inflamable, y se quemó a lo bonzo en las calles de Sidi Bouzid (localidad en el centro del país, de unos 40.000 habitantes), el pueblo donde vivía y donde murió semanas más tarde. Aquel desesperado grito de rebeldía prendió, y de qué forma, en el país, harto de la dictadura del presidente Ben Alí, que llevaba 24 años ejerciendo el poder de forma despótica. Las revueltas callejeras, reprimidas a sangre y fuego, consiguieron finalmente derrocar al sátrapa, y también encendió las llamas de la que la Historia conoce como la Primavera Árabe, manifestaciones populares y conflictos armados que se desencadenaron en otros países del mundo musulmán, aunque lo cierto es que en casi todos los casos esos procesos acabaron (o aún no han acabado...) calamitosamente: Siria vive desde entonces en una continua guerra a varias bandas; Libia ha pasado de la autarquía de Gadafi a ser un estado fallido, donde la delincuencia campa por sus respetos; Egipto transitó de la dictadura de Mubarak a la del actual presidente-general El Sisi, con el interludio de un presidente democrático islamista; en Yemen las revueltas se llevaron por delante al dictador Saleh, pero desembocaron en una crudelísima guerra que aún continúa.
Pero es que en Túnez, único país donde la Primavera Árabe fructificó en la constitución de una democracia, tampoco se puede decir que ello haya supuesto un cambio apreciable en sus condiciones de vida, en especial las de las clases más desfavorecidas, como se encarga de contarnos este doliente drama de título ambivalente: Harka significa “quemar” en árabe, pero también, en la jerga popular del país, se llama así al hecho de emigrar ilegalmente del país. Por cierto que no debe confundirse esta película con la cuasi homónima ¡Harka! (1941), producción franquista de la más dura postguerra de la dictadura de Franco, de corte belicista y declaradamente fascista.
La historia del desgraciado Mohamed Bouazizi inspira este film, aunque su ambientación cronológica, que no se cita expresamente, parece ser la actualidad, no los tiempos previos a la Primavera Árabe que la autoinmolación del frutero desencadenó. No pretende ser, entonces, una recreación del caso de Bouazizi, sino un relato ficticio con ciertas concomitancias con el verídico suceso de tan imprevisibles consecuencias históricas. El hecho de que se ambiente probablemente en la actualidad confirmaría que, diez años después, a pesar de triunfar las tesis democráticas en Túnez, el país sigue sin despegar en economía, bienestar y, sobre todo, en la puesta al servicio del ciudadano de los funcionarios públicos, quienes, si hay que creer lo que se nos cuenta, siguen siendo un dechado de corrupción, incuria y desidia.
La historia nos cuenta la vida de Alí, un joven en torno a los treinta, que desde años atrás se busca la vida como vendedor de gasolina en el mercado negro; vive como “okupa” en una casa en construcción, cuyo dueño está fuera del país. Está ahorrando dinero para poder dar el salto a Europa, donde imagina una vida mejor. Cuando recibe la noticia de la muerte de su padre, se verá compelido, a regañadientes, a quedarse en el país para hacerse cargo de sus hermanas menores, en especial la adolescente Alyssa, para que ésta pueda seguir con sus estudios y tener la oportunidad de salir de la miseria. Pero cuando recibe una notificación de que la vivienda familiar va a ser desahuciada si no se paga el préstamo incumplido del padre, todo empieza a torcerse aún más...
La película está contada en off por la pequeña Alyssa, una voz susurrante que cuenta con bellas imágenes poéticas la vida de su familia, en especial la de su hermano Alí. Esa narración está dicha con tono lirico, como en voz baja, con bonitos acordes musicales de fondo, casi un cuento de hadas... si no fuera porque realmente es una pesadilla... En una de esas microhistorias en off, Alyssa nos cuenta la repentina aparición de un lago cristalino en medio del desierto... aunque después se supo que era el sumidero de una mina de fosfatos, la gente siguió yendo a bañarse en él, aunque era veneno, en una historia que podría considerarse quizá una metáfora sobre la Primavera Árabe, otro espejismo que pareció cambiaría el destino del país, pero donde todo siguió igual: con democracia, pero con la misma corrupción, negligencia y molicie de siempre.
Una de las cosas curiosas del film es que su director, Lotfy Nathan (Nueva York, 1987), es un cineasta norteamericano de ancestros egipcios, cuya única película hasta ahora era el documental 12 o'clock boys (2013), sobre el submundo de las pandillas motorizadas de Baltimore, sin punto de contacto alguno, ni temático, ni étnico, ni geográfico, ni social, con este su primer largo de ficción; pero lejos de suponer eso un problema, en cuanto al desconocimiento que Nathan pudiera tener de la realidad tunecina, el film resulta creíble, verosímil, asistiendo consternado el espectador a la espiral de degradación vital de este hombre cuyo sueño de viajar a Europa se esfuma tras una cascada de pequeñas catástrofes que lo irán pastoreando hacia un final atroz, aunque quizá no exista ese final atroz. O sí exista, pero sea de otra índole...
Y es que el protagonista y su entorno se mueve en un submundo de pobreza, que nunca parece ficticio sino real, a lo que sin duda ha contribuido el pasado como documentalista de Nathan, que se plasma en largos planos de la calle real, donde asistimos a la vida misma del pequeño núcleo urbano
No se oculta una visión nada halagüeña de Túnez; en este sentido, es loable que el país haya intervenido como coproductor, porque en especial sus autoridades, de bajo y alto rango, salen bastante malparadas. Porque habrá palabras duras contra el antiguo reino de Aníbal, como la del amigo de Alí, cuando dice que él odia el país, como todos; o la narradora, cuando dice que Túnez está lleno de delincuentes que solo se preocupan de sí mismos y se llevan pedacitos de ti cada día... Tampoco los personajes de funcionarios que aparecen resultan positivos, todos reluctantes a la que debía ser su función principal, el servicio al ciudadano. Y es que el film tiene una nítida y nada impostada mirada desalentada hacia el país: no hay escapatoria, en una obra que recurre con frecuencia al tono documental, sobre la gente que se busca la vida como puede.
Con muchas miradas y pocos diálogos, con un trabajo muy interiorizado del protagonista Adam Bessa (justamente premiado en Cannes), la película tiene un corte realista, incluso con cierto tono costumbrista, sin subrayados, nada extraño en un cineasta que procede del mundo del documental, habiendo utilizado Nathan incluso imágenes de una manifestación que ocurrió en el pueblo de Sidi Bouzid durante el rodaje. El contrapunto poético lo pone la narración en off de la hermana adolescente del protagonista, el símbolo de la última esperanza para que el país vire en su deriva degradadora: algunos momentos entre los hermanos así lo apuntan, el camino hacia una sociedad avanzada, humanista e igualitaria, como cuando la chica le lee, en francés, el aforismo de Jorge Bucay: “no camines delante de mí, quizá no te siga; no camines detrás de mí, quizá no te guie; camina a mi lado y sé mi amigo”. Ese tono poético de la narración de la niña es otro punto a favor de la película, quizá la forma de contrapesar mínimamente la narración de las sucesivas desgracias que acontecen al protagonista.
Porque el eje del film, es, sin duda, la desesperación callada, nada estridente, del protagonista, él mismo un arquetipo del tunecino pobre de solemnidad que sueña con ese paraíso de oropel que sabe está a unos cientos de kilómetros hacia el norte, pero que tendrá que hacer frente a la cruda realidad de un país que le niega todo: la posibilidad de tener un trabajo legal, pero también ilegal, incluso el derecho de poder denunciar el abuso de poder de un servidor público. Llama a todas las puertas, pero todas se le cierran, en un tramo final angustioso, rodado cámara en mano, en una serie de escenas quizá no exquisitas, pero sí hechas con las entrañas...
La penúltima escena, culminante, tremenda, que no debe desvelarse para no incurrir en “spoiler”, está hecha sin embargo con una ambigüedad calculada, mezclando realidad y fantasía, entre el alegórico postrer grito que nadie oye, ni ve, como confirmación de la indiferencia del país ante la desgracia ajena, y la convicción, quizá contra toda esperanza, de que aún hay futuro, aunque tenga que ser fuera de la tierra que una vez, junto a Roma, fue el centro del mundo.
Preciosa la música de tonos arabizantes, con arreglos modernos e instrumentación occidental, del joven compositor norteamericano Eli Keszler, uno de los más prometedores talentos musicales que se están abriendo a escribir partituras para cine. La fotografía del alemán Maximilian Pittner juega inteligentemente con los colores del desierto y la bellísima luz solar mediterránea.
(29-04-2023)
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