Steven Spielberg consigue en 1993 un gran éxito de público (no tanto de crítica) con Parque Jurásico, que planteaba una aventura en un imaginario parque temático en el que las atracciones medían diez metros, se movían por sí solas y estaban extraídas de ADN conservado en ámbar desde hacía más de 65 millones de años. Aquella aventura con dinosaurios que se escapan de sus jaulas (por mor de la codicia humana, qué propio…) tuvo dos secuelas, El mundo perdido (1997) y Jurassic Park III (2001), con menguante interés y, lo que es peor para las arcas spielbergianas, con decreciente también entrada de ingresos en taquilla.
Así las cosas, ha tenido que venir esta sequía temática que asuela el Hollywood de hogaño para que se haya tenido que rescatar esta franquicia (no es la única: Star Wars, Indiana Jones, Misión Imposible…) para intentar recuperar volúmenes de facturación en ese negocio casi siempre imprevisible que es el cine.
Jurassic World, me temo, obedece a la necesidad por parte de Spielberg de hacer caja, tras unos años en los que sus producciones (salvo la franquicia de Transformers) no ha cubierto las expectativas comerciales previstas. Así que cuando no cuadran los números, se resucita alguna de las sagas hibernadas, y a recuperar “cash”. Porque lo cierto es que el nuevo filme de la factoria spielbergiana, aparte de tener buenos momentos de tensión aventurera y de acción (que es mayormente lo que se busca en estos casos), lo cierto es que argumentalmente es bastante banal, tópica, con los dos hermanos (adolescente y niño) que se llevan regular tirando a mal, sus padres que se van a divorciar, con la correspondiente tragedia para el menor, la tía de los dos, la típica superejecutiva que no tiene tiempo para nada, ni para sus sobrinos ni, ¡ay!, para el amor, ni siquiera para el mero sexo, el aventurero tipo macho-man, que en vez de transpirar sudor, como todo el mundo, parece transpirar testosterona… en fin, lo habitual, lo que hemos visto tantas veces, pero que aquí además está dado con desgana, como si pensaran que el público con que se les suministre la correspondiente dosis de adrenalina para que se agarre a la butaca tiene suficiente, y no pida un mínimo de verosimilitud y cierta originalidad argumental.
Colin Trevorrow, el director, viene del cine indie con interés (su anterior Seguridad no garantizada era irregular pero estimulante, y la hizo con un presupuesto doscientas veces inferior al que ha manejado aquí), pero parece que le ha comido no el dinosaurio protagonista, sino el volumen como de ejército que tiene el equipo de una megaproducción como ésta, y la creatividad y sensibilidad demostrada en aquella minúscula película en presupuesto pero tan estimulante en cuanto a resultados, parece que se la ha zampado también el indominus rex, el primo de Zumosol del tirannosaurus rex que se inventan para la ocasión.
Porque esa es otra: fiel a la maldición de toda secuela, aquí todo tiene que ser más grande, más destartalado, más aparatoso que en el capítulo inicial. Pero no siempre el tamaño importa, y en este caso en concreto, desde luego importa pero en sentido negativo. No porque el dinosaurio macho alfa (como le llama el macho-man protagonista) sea más grande da más miedo; la gradación narrativa, el juego de planos, la tensión del montaje, es mucho más importante que el bicho protagonista mida más que un bloque de seis pisos.
No sería justo no reconocer a Jurassic World algunas buenas ideas: la inteligencia del monstruo protagonista, que juega con su capacidad de camuflaje y embauca a los humanos con trampas de trilero; las muy imaginativas bolas autopropulsadas que sirven a los turistas para pasear entre dinosaurios; la relación entre el protagonista y los velocirraptores, un juego que recuerda a la relación de dependencia y jerarquía que se establece entre los lobos y su ocasional adiestrador; y, por supuesto, las extraordinarias escenas en las que los dinosaurios campan por sus respetos, ya sea en las verdes praderas donde los herbívoros pastan bucólicamente como en las calles del parque temático cuando el rex modificado, los raptores y los pterodáctilos se dan un festín de humanos poco hechos, casi nada…
Y eso que mi impresión es la de que los dinosaurios de aquel primer Parque Jurásico, estando entonces aún en mantillas la tecnología digital, eran más creíbles que estos que ha puesto en pantalla ahora Trevorrow. Es como si la tecnología infográfica, con el tiempo, estuviera tomando una pátina como de irrealidad que no favorece, precisamente, a la credibilidad, a la verosimilitud, de las escenas, de la propia historia que se nos cuenta.
Entre los intérpretes, Chris Pratt compone razonablemente bien el macho-macho protagonista, y Bryce Dallas Howard, que es mucho mejor actriz del personaje que le han endosado, lo resuelve con su habitual calidad sin despeinarse. Eso sí, los responsables del rodaje incurren en un craso error haciendo que la protagonista se pase media película corriendo delante de los dinosaurios con unos tacones de aguja con los que difícilmente se puede andar, cuánto menos correr…
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