La boda

Ana Graciani es una dramaturga, directora de escena y guionista de cine y televisión que ha debutado en la dirección audiovisual con esta TV-movie, La boda, comedia de enredo que pretende parodiar estos eventos en los que cada vez se hace más el tonto intentando aparentar, mayormente en las clases medias e incluso en las bajas, que se es lo que no se es. Con esa premisa, y también y quizá principalmente reivindicar la autonomía plena de la mujer para hacer con su vida lo que le parezca, la neófita directora pone en escena esta comedia tirando a disparatada que se inicia precisamente donde termina la parte oficial, en este caso religiosa, con los novios ya casados saliendo de la iglesia, entre los confetis y garambainas habituales en estos casos, con los invitados perfectamente disfrazados para la ocasión de las personas que no son, y los nuevos esposos con sonrisa de oreja a oreja. Tras montarse en el coche de boda, un “haiga” de cuidado, el novio recibe un mensaje de Whatsapp, tras lo cual, con cara demudada, salta del coche y le dice a la novia que se vaya para el banquete, que ya irá él, si eso...

Se podría decir que La boda es un ejercicio de Ana Graciani para ganar oficio dentro de la dirección. Parece evidente que la albaceteña, que se siente sevillana tras asentarse en  la capital andaluza, se maneja bien en la escritura de guiones, como demuestra su firma en el de la desvergonzada El mundo es suyo (2018), y también en la telenovela hispano-mexicana Entreolivos. Pero, evidentemente, escribir cine no es dirigirlo, y pareciera que La boda puede cumplir la función de foguear a la novata realizadora.

Porque, lo diremos pronto, La boda deja bastante que desear desde un punto de visto de puesta en escena: se nota que Graciani no domina aún los recursos cinematográficos, y así la comedia de enredo resulta bastante acartonada, sin saber muy bien cómo hacer para que no parezca teatro filmado, con problemas con la cuarta pared, lo que pone de relieve el origen teatral de Ana. Se agradece, eso sí, el tono corrosivo sobre la estupidez de las bodas hodiernas, esas en las que hay que aparentar lo que  no se es, aunque para ello haya que hipotecarse hasta las cejas, y donde no puede faltar un perejil, desde la organizadora del banquete hasta los sombreros tipo platillo volante en las féminas.

Pero la comedia disparatada, que es, junto con el enredo, las dos pautas estilísticas fundamentales en la película, requiere de mucho tiento; a pesar de que es un género que parece alocado, requiere de una dirección de hierro, que aquí, parece obvio, no existe. Está muy bien fustigar el enorme volumen de majaderías que se dan cita en las bodas de hogaño, y también que la directora apueste, en un final crípticamente existencialista, por la reafirmación de la mujer, por su esencia y su independencia absoluta. Pero recurrir, como ocurre aquí, al humor de fluidos (vómitos y reiteradas aguas menores, en concreto) no es precisamente un recurso ni elegante ni que aporte nada a lo que se quiere reivindicar o fomentar. Ese tipo de humor, el más elemental y socorrido, también el más endeble, como el marrón, no es sino una prueba de que no se sabe hacer reír, mucho menos sonreír, con humor inteligente.

En el plano interpretativo, como siempre las hermanas Hoyos, Mercedes y Lucía, están estupendas. También Mari Paz Sayago, en un personaje que parece pedir una película entera para ella sola, de potente que es. Las veteranas María Alfonsa Rosso y Rosario Pardo también aportan solidez a un reparto abrumadoramente femenino, si bien la protagonista, la madrileña Norma Ruiz, nos parece más endeble: un actor, una actriz, deben procurar siempre que no se les note que están actuando, en cuyo caso producen un efecto de distanciamiento, cuando no de rechazo, en el espectador, y nos tememos que Ruiz cae aquí en ese defecto.

(08-01-2020)