La figura de Miguel de Unamuno es una de las más respetadas, aunque también controvertidas, de la intelectualidad española de los siglos XIX y XX. Erigido en su momento, en los años veinte, como azote del Dictador Miguel Primo de Rivera, fue por ello desterrado a la isla de Fuerteventura, de donde huyó con la ayuda de un periodista francés al país galo, desde el que mantuvo una fuerte oposición a la Dictadura y a la monarquía que la apoyaba. En su estancia en la isla canaria, Unamuno tendrá ocasión de enfrentarse con las fuerzas vivas locales, la todopoderosa empresa que monopoliza la venta de agua y sojuzga a los más pobres, y el cura que insufla en los niños religión antes que cultura.
El malagueño Manuel Menchón lleva a la pantalla esa parte de la vida de Unamuno, el tiempo en el que el rector de la Universidad de Salamanca sufrió exilio en Fuerteventura, y de qué forma su semilla de libertad germinó en aquel páramo. Narrada como un largo flash-back entre un prólogo y un epílogo, que se desarrollan en su universidad cuando la rebelión franquista había prendido en su ánimo, apoyándola inicialmente como antídoto regenerador de los excesos de la República, el exquisito intelectual tuvo, sin embargo, que rebelarse ante las barbaridades de un régimen que estaba poniendo las bases para una matanza atroz, para extirpar la cultura, para acabar con la inteligencia.
Menchón pone en escena con soltura, en una narración bien contada, si bien es cierto que con alguna tendencia al acartonamiento tan habitual en este tipo de biopics, donde sin embargo el homenajeado o biografiado no es objeto de hagiografía alguna, sino que se pone en solfa, con buen criterio, sus contradicciones y sus manías, su proximidad al ser humano más desvalido pero también sus cabezonerías de viejo alejado de las cosas más sencillas.
Con guión propio, coescrito con Dionisio Pérez y José Javier Rodríguez Melcón, la película de Menchón es una esforzada, bienintencionada propuesta sobre una parte de la vida de uno de los grandes intelectuales españoles de todos los tiempos; no alcanza el filme la categoría de excelso, pero seguramente tampoco se le pedía, dados los recursos con los que se ha contado. Quizá excesivamente larga, una poda al guión habría posibilitado una obra más sintética, más redonda, hubiera jugado a favor de una película que, de todas formas, es necesaria, a fuer de divulgativa de un momento histórico y de un personaje irrepetible.
Habrá que citar como momentos cinematográficos más interesantes todos aquellos en los que el personaje de Unamuno se enfrenta al del cura del lugar, un sacerdote al que la muerte de uno de sus pequeños feligreses hunde en una crisis de fe, y que el director da con inteligentes juegos de luces y con repentinas oscuridades que subrayan sutilmente el infierno del clérigo ante sus propios fantasmas interiores.
La escena final en la Universidad de Salamanca, que recrea el famoso enfrentamiento de Unamuno con el general Millán Astray (¡muera la inteligencia!, dijo el tío, entre otras lindezas), es emocionante, todo un claustro lleno de galones y de testosterona aullando contra aquel viejito enclenque pero firme que clamaba por la libertad, por la vida, por el fin de una guerra incivil.
José Luis Gómez, como es habitual, está espléndido: él es la mejor representación que se haya hecho nunca en una pantalla del gran intelectual vasco, y seguramente no habrá otra mejor en el futuro. Del resto del elenco interpretativo nos quedamos con un Víctor Clavijo que, otra vez, está eximio en su papel, aquí el cura al que las palabras del filósofo y la visita de la Parca para llevarse uno de sus niños demolerá los que él creía firmes cimientos de su vocación, de su existencia.
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