Michel Deville es un cineasta poco conocido en España, donde sólo se ha estrenado, tarde, mal y casi nunca, una pequeña parte de su filmografía. En la década de los setenta, excepcionalmente, se produjo una eclosión de hasta cuatro estrenos de sus películas: Benjamín, con Pierre Clementi, exhibida más de diez años después de su rodaje, por culpa de la estúpida censura franquista; Raphael, el libertino (nada que ver con el cantante de Linares…); La mujer de azul, con Michel Piccoli; y, sobre todo, El trepa, una fábula moral protagonizada por Jean-Louis Trintignant, Florinda Bolkan y Jean-Pierre Cassel, sobre los trepadores en la vida y en el amor, una cinta amarga y descorazonadora, que revelaba un talento por descubrir.
Un talento que se pone de manifiesto meridianamente en La lectora, en la que juega con dos planos de la realidad: una pareja se dispone a dormir, pero él le pide a ella que le lea un libro, justamente titulado La lectora. En la novela leída, una chica decide buscar trabajo como lectora para otras personas, y comienza así sus idas y venidas por una variopinta fauna: jóvenes adolescentes que se enamoran de su dicción, pero también de sus piernas; viejas neuróticas y filomarxistas; criaditas con problemas psíquicos; ejecutivos sátiros; jueces aparentemente respetables pero con aficiones sadomasoquistas: la vida misma… Por todos ellos transitará esta lectora enamorada de su oficio, pero, a la vez, también progresivamente de su clientela.
Literatura y cine tienen en la película una relación que, más que llamar maridaje, habría que definir como amancebamiento: yacen en coyunda cultural, pero son libres, diferenciados cada uno en sus reglas y símbolos. Componen, sin embargo, una tan hermosa mezcla como la que propicia el neón y la electricidad: una llama helada, una luz hipnótica.
Si cine y literatura son alegóricamente gases nobles, que a duras penas permiten una mixtura completa, La lectora avanza un paso más en ese camino fascinante explorado por Gonzalo Suárez en Remando al viento, y, sobre todo, en Epílogo: no hay traslación del universo literario a la pantalla, sino que ambos fenómenos coexisten, se benefician, se enriquecen mutuamente.
Habrá que decir que La lectora no es la película que es sin Miou-Miou, la actriz francesa de mayor talento de su generación, lo que es decir mucho, teniendo en cuenta que sus contemporáneas se llaman Isabelle Huppert, Isabelle Adjani o Fanny Ardant. Miou-Miou es La lectora, no sólo por su doble papel (la amante que lee a su pareja en la cama, la lectora leída) sino por sus matices, su candor, esa tan difícil naturalidad en un papel tan aparentemente simple, a la vez tan complejo: ahí es nada, la encarnación de la literatura pura; mejor aún, la imagen del supremo placer de leer…
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