Frank Darabont lleva camino de convertirse en el director “de cámara” de Stephen King; de los cuatro largometrajes que ha dirigido hasta ahora, tres son adaptaciones de otras tantas historias del novelista de Maine, e incluso su primer trabajo para la industria, cuando era un pipiolo de veintipocos años, fue un corto en el que versionó sensiblemente uno de los cuentos kingianos menos previsibles, La habitación de la madre, de inesperados rasgos autobiográficos (de King, no de Darabont).
Claro que no siempre se puede brillar, porque, si bien Cadena perpetua (la versión del relato The Shawshank redemption) era espléndida, y La milla verde (adaptación de la novela homónima) muy estimable, esta La niebla de Stephen King no alcanza esos notables niveles; curiosamente el fallo está en la materia en la que, teóricamente, Darabont es especialmente diestro: el guión. La novela original de King, perteneciente a su primera época (data de 1985), fue publicada en su momento en un volumen de relatos, siendo éste el texto más extenso y de mayor enjundia, aunque no dejaba de ser una novela corta. Parece como si Darabont, consciente de esa relativa levedad argumental, hubiera decidido no dejarse nada de la novela fuera, haciendo una transcripción cuasi literal. De hecho, sólo el final es distinto al original literario, y hay que decir, a favor del guionista y director, que el de la película es más interesante, irónico y cínico que el de la novela, que remataba la faena con uno de esos finales abiertos aunque veladamente pesimistas que tanto gustan al autor de Carrie.
Pero el manual del buen adaptador dice, con razón, que para extraer una buena película de una buena novela es menester traicionar el texto original, quedándose con el meollo pero reinventando la historia bajo un lenguaje distinto; es, adaptado, el viejo aforismo del “traduttore, traditore”. Y La niebla de Stephen King, en su versión cinematográfica, es una pulquérrima ilustración del texto kingiano, hasta el punto de que reproduce, con una minuciosidad digna de mejor causa, los mismos diálogos imaginados por el escritor de Maine en su original literario.
Como era de prever, lo que funciona en literatura no lo hace en cine, a pesar de que, como sabemos, King es un novelista cuyas historias son muy visuales. Pero, aún así, el cine tiene sus normas, y aquí se produce una pesadez que no debiera haberse consentido. Además, los estereotipos manejados por King en su novela, al pasar al cine tal cual, rechinan: especialmente el de la fundamentalista religiosa, una chiflada que carece de auténtico peso específico, utilizada por Darabont exclusivamente como contrapeso de la figura positiva, voluntariosa, generosa, vigorosamente masculina, del protagonista, en línea con los personajes kingianos de aquella primera etapa de su carrera, tan misógina, antes de que “descubriera” a la mujer como centro de sus historias a partir de El juego de Gerald.
De todas formas, es más que probable que King desconociera, cuando escribió esta novela corta (me temo que ahora tampoco…), una de las obras maestras de Luis Buñuel en México, El ángel exterminador, donde un grupo de burgueses se sienten imposibilitados (por motivos no aclarados, pero con connotaciones entre surrealistas y freudianas), de abandonar el recinto donde están celebrando una fiesta. Aquí el motivo es más prosaico, claro, y más aterrador, una serie de bichos demoníacos que moran en una niebla inmisericorde, confinando al protagonista y a una serie de vecinos en el supermercado del pueblo, de donde no podrán salir so pena de terminar engullidos por los monstruos del averno. Así que, al final, resulta que King, y Darabont, tienen hasta un toque intelectual seguramente involuntario: porque, ¿qué son estas criaturas infernales sino, tal vez, el reverso plastificado de aquel ángel exterminador buñueliano?
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