El cine religioso era más propio de otras épocas pero de vez en cuando surge una muestra de este género como ocurre con La pasión de Augustine, de la directora Léa Pool. La acción se sitúa en el convento del Sagrado Corazón, en Canadá, en el año 1968, en momentos de cambios sociales y la secularización de los establecimientos religiosos a cargo del gobierno liberal que monopoliza los servicios, la electricidad, la sanidad y también la enseñanza. La revolución cultural y social empieza a tomar forma en la conservadora sociedad de Quebec.
La Madre Augustine tiene una doble lucha, contra la Madre General, a la que no le gusta la música y desea vender el convento, y contra el Estado, que quiere monopolizar la enseñanza y convertir el edificio en una escuela pública. En esa pequeña academia musical en las afueras, hasta ahora aislada de los cambios de la gran ciudad, la Madre Augustine dedica su vida a enseñar a través de la música a chicas jóvenes internas, de familias desestructuradas o con dificultades económicas, pero cuando sus métodos empiezan a ser cuestionados y peligra la supervivencia, ella con sus alumnas lucharán por salvar la institución con lo único que tienen: la música. Entre ellas destaca al piano Alice, que gana premios para el convento hasta que la reforma de la educación pública amenaza con acabar con ese modelo.
El guion se basa en una idea original de Marie Vien; en él se resalta la labor que hicieron las monjas en el terreno de la educación durante años construyendo escuelas e impartiendo enseñanza en esos internados para niñas sin poder adquisitivo, que finalmente se tuvieron que habituar a los cambios que hizo la Iglesia en tiempos del Concilio Vaticano II con respecto a la laicidad. Pero la cinta no muestra la lucha entre el conservadurismo de la iglesia y la modernidad, sino la voluntad de las religiosas de adaptarse a los nuevos tiempos.
El protagonismo se lo reparten entre Céline Bonnier, en el papel de Madre Augustine, y Lysandre Ménard, que incorpora a Alice, su sobrina, actriz que es además concertista de piano lo que demuestra en la eficacia con que interpreta las partituras, sin doble de manos, destacando la versión que hace en ritmo de jazz de un preludio de Bach.
La veterana directora Léa Pool lleva el film con un compás excelente, con una estupenda fotografía de Daniel Jobin que resalta los bellos paisajes nevados canadienses.
En la banda sonora tiene un papel importante la música de François Dompierre como motivo principal, con partituras de los clásicos: Mozart, Chopin, Bach, Liszt, Beethoven, entre otros, que contribuyen con algunos de sus temas.
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