En 1945, tras la rendición alemana, 2000 soldados alemanes, en calidad de prisioneros, fueron llevados a Dinamarca para desactivar en torno a 1,5 millones de minas, tanto personales como antitanques; de esos 2000 hombres, la mitad perdieron la vida o fueron seriamente heridos en el transcurso de esa actividad. Sobre ese hecho real las cinematografías danesa y alemana han coproducido este Land of mine, que cuenta una historia ficticia en un contexto verídico.
Un batallón de prisioneros alemanes, en su mayor parte adolescentes, están bajo el mando de un sargento danés, quien al principio los trata con extraordinaria dureza, hasta que, progresivamente, se va tornando más benévolo al apiadarse de su extraordinaria juventud.
Lo cierto es que Land of mine es, seguramente, una película necesaria, una película que habla de que en toda guerra los supuestos verdugos pueden convertirse en víctimas, y viceversa, y cómo el odio visceral y genérico no puede, no debe confundirse con el odio a personas concretas cuyos presuntos crímenes son más que cuestionables, por no decir imposibles, por una mera cuestión de edad. Habla el filme de una parte de la Segunda Guerra Mundial escasamente conocida, la peligrosísima tarea a la que fueron abocados miles de soldaditos alemanes que no habían cumplido ni los 18 años, a enmendar lo que la incuria, la insania, la vileza de los altos mandos del Tercer Reich obligó a sus conmilitones, sembrando literalmente las playas del Oeste de Dinamarca, al suponer el staff de Hitler que la invasión aliada (que finalmente tendría lugar en Normandía, como es sabido) ocurriría en la costa danesa.
Dicho lo cual, lo cierto es que estamos también ante un filme un tanto elemental, donde el proceso de encariñamiento del sargento con respecto a los soldados alemanes que tiene a su cargo (en lo que podríamos llamar, por denominarlo de alguna forma, un síndrome de Copenhague –dada la nacionalidad del sargento--, siendo éste inverso al síndrome de Estocolmo, donde el prisionero termina por convertirse a las ideas de su carcelero) parece excesivo y desde luego no está bien motivado, no está suficientemente argumentado para que nos creamos, desde el punto de vista de la coherencia, que el sargento que al principio echaba espumarajos por la boca mientras golpeaba a uno de los soldados apresados, se convierta sin mucha explicación prácticamente en el hada madrina del grupo alemán. Tampoco la monotonía de la desactivación de minas ayuda mucho al filme, que de todas formas es, como decimos, una película necesaria, que nos da otra visión de la ominosa guerra que asoló el mundo.
Martin Zandvliet, el director, procede del campo del montaje, tras lo cual se inició en el guion y la dirección. Como tal tiene rodados varios cortos, un documental y tres largometrajes de ficción, siendo este el primero que se estrena en España. Es un cineasta que, sin ser un virtuoso, sí es cierto que tiene ideas y parece estar interesado especialmente en un cine de sentimientos fuertes, un cine en el que la venganza deje sitio al humanismo, donde la palabra dada sea ley, por encima de lealtades que se demuestran inmerecidas.
Buen trabajo del protagonista, Roland Moller, al que le toca el complicado papel de ser el brutal sargento del comienzo del filme (recuerda a ratos a su colega de La chaqueta metálica, aunque aquel lo hacía con gente de su mismo ejército, el angelito…) para convertirse, a lo largo del metraje, en el ser humano sensible, más allá de galones y zarandajas, que hará lo que tiene que hacer, lo justo y correcto.
Candidata al Oscar a la Mejor Película en Habla No Inglesa, se lo llevó merecidamente la iraní El viajante, de Asghar Farhadi.
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