Dice el proverbio español que el mejor escribano echa un borrón. He aquí un ejemplo modélico: John Huston, el rebelde por antonomasia del cine clásico norteamericano, el gran director del cine de aventuras, del cine negro y del bélico en los años cuarenta y cincuenta, a finales de esa última década la pifió a modo con este Las raíces del cielo, film de encargo sobre la novela Les racines du ciel, de Romain Gary, que también participó en el guion, lo que se debe reputar un error, a la vista del inconsistente libreto que tuvo que poner en imágenes Huston.
África negra, en los años cincuenta. Morel es un decidido defensor de los elefantes que lucha por conseguir que los gobiernos africanos prohíban la caza de los hermosos paquidermos. Conoce a Minna, una francesa que vive desde hace años en el continente africano, y a Forsythe, un tipo borrachuzo pero de buen corazón. Morel, finalmente, se pasa a la clandestinidad con sabotajes y acciones armadas, lo que precipitará los acontecimientos...
Por supuesto es de agradecer el tono protoecologista en una época en la que tal cosa era prácticamente desconocida en el mundo. Pero a Huston el tema no le interesaba en absoluto, y si además el guion, como era el caso, era un pequeño desastre, tampoco él puso mucho de su parte para salvar siquiera los muebles. Así, el film es un rosario de incongruencias, de personajes sonámbulos que no se sabe muy bien qué quieren, a qué juegan, qué pintan ahí; el único mejor delineado es el del defensor de los elefantes, con un Trevor Howard que aporta la poca intensidad que tiene la película, quizá el único convencido de su papel; pero el rol de Juliette Gréco es imposible, una mujer de mediana edad en el África negra, donde se mudó veinte años antes, para vender cervezas calentonas en un bar de mala muerte en medio de la nada; o el de Errol Flynn, que supuestamente comanda el reparto (era, sin duda, la única estrella real de la cinta), pero cuyo personaje está desdibujado y apenas tiene protagonismo; no digamos nada el de Orson Welles, que se ve a la legua que estaba allí meramente por la pasta, con un papelito de nada sin relevancia ni intencionalidad alguna.
Por si fuera poco, Huston dirige de forma rutinaria, incluso con mayúsculos errores de planificación que producen auténtico sonrojo. Hay también alguna secuencia, como la de los azotes a la esposa del matarife de elefantes, que produce notoria incomodidad, además de ser más que bizarras para la época. Así las cosas, se confirma que no por contar con un material literario en principio interesante (la novela de Gary ganó el Premio Goncourt), la película que resulta de ese material tiene por qué serlo. Aquí se dieron todas las circunstancias para que no pasara, y, claro está, no pasó...
Aunque el film se rodó parcialmente, en sus secuencias en exteriores, en África, concretamente en Chad, buena parte de él se rodó en Francia. Eso sí, la música de Malcolm Arnold, como era habitual en este maestro de la composición, era adecuada y hermosa. Lástima que no todo fuera así en el film, y que tampoco este se correspondiera con la definición que el personaje de Trevor Howard hace del elefante: grande, libre y hermoso.
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