Del guionista y director inglés Andrew Haigh hemos podido ver en España algunos films de interés, como Weekend (2011) y 45 años (2015). Es un cineasta dotado para el cine de sentimientos, sobre todo de sentimientos en el ámbito de la pareja. Sin embargo, no nos parece que con esta Lean on Pete haya estado acertado. Quizá se trate del hecho de que, en esta ocasión, no aborda el universo de las emociones amorosas o sexuales, o los vaivenes del desamor, como ocurría, en diferente medida, en los títulos citados, sino que, sobre la novela homónima de Willy Vlautin, se centra en otro ambiente, en el pequeño mundo de un chico de 15 años cuya madre abandonó el hogar familiar en Oregón años atrás, quedando él al cuidado del padre, que no se puede decir que tenga en la cabeza otra cosa que serrín. En ese contexto, el chico, que siente fascinación por el mundo de los caballos, entra a trabajar con un viejo preparador de equinos de carrera. Entretanto, el padre es masacrado por el marido de la chica que se ha ligado, así que la situación del muchacho se torna preocupante. Solo tiene una tía que vive a mil y pico de kilómetros, en el estado de Wyoming; a la vez, el chico se ha encariñado profundamente con uno de los caballos, llamado Lean on Pete...
El problema del film de Haigh es, fundamentalmente, su falta de fuelle. La historia que se nos cuenta es interesante, una mirada sobre la orfandad como desolación, la visión de un chico que progresivamente va perdiendo todos sus amarres emocionales, todos sus afectos, humanos y no humanos, y cuyo único norte, un poco a la manera del mítico niño de Marco, de los Apeninos a los Andes, de Edmundo de Amicis, será encontrar a su madre (en este caso a su tía, lo más parecido a una progenitora que puede tener) al final de un largo viaje lleno de peripecias de todo tipo.
El panqueque como metáfora, entonces, si consideramos que ese dulce casero será para el protagonista lo más parecido a la felicidad que ha conocido en su vida, a la que intentará volver en ese trayecto lleno de incertidumbres y percances que habrá de emprender, un Marco adolescente con un caballo de la brida a lo largo de los desiertos interiores de la América profunda.
Pero el ritmo es cansino, falta brío en esta historia flácida y sin alma, a pesar de que se agradece tanto que se nos cuente una historia en la que el chico no sea el típico adolescente problemático que puebla la inmensa mayoría de las pelis y series indies (y no indies...) de nuestra época. Este chico lo peor que tiene es que come con los modales de un gorila, pero aparte de eso es considerado, amable, educado, tiene buenos sentimientos, adora a los animales (en especial a uno, de cuatro patas y bella estampa equina), no fuma, ni bebe ni se droga, e incluso sexualmente parece estar más próximo a los ángeles (por aquello de que carecen de sexo...) que a los chicos de 15 años, que ya sabemos cómo las gastan en ese aspecto. Pero su historia, que nos debería de conmover, no termina de llegarnos; a ratos la vemos como el entomólogo que contempla las mariposas a través de un lucernario, con una frialdad como de témpano.
Le falta entonces a la película ese punto más que la haga pasar de una bienintencionada mirada sobre una doliente adolescencia a una buena película; los mimbres están bien, lo que le falta a Haigh es engarzarlos adecuadamente. Porque gusta esa radiografía de ese estrato social que se desenvuelve en niveles cuasi de supervivencia, malviviendo en hogares desestructurados, trabajando en situaciones infralaborales, con microcosmos que tienen sus propias reglas, como el mundo de las carreras de caballos de tercera división, tan lejos del glamour de los grandes circuitos equinos USA, no digamos de las exquisiteces aristocráticas de las carreras de la británica Ascott y sus ridículos sombreritos. Está bien, entonces, esa mirada hacia otras realidades que objetivamente no tienen su cuota en las pantallas hodiernas, pero hay que pedir un tono más cinematográfico, una mayor fuerza narrativa, una marcha más para que el producto, que tenía posibilidades, no se quede a medio camino, como es el caso.
Buen trabajo, callado y hacia adentro, del jovencísimo Charlie Plummer (nada que ver con su tocayo de apellido, el gran Christopher Plummer), en un papel diametralmente opuesto al que interpretó (el más bien disoluto Paul Getty III, nada menos) de Todo el dinero del mundo (2017), el mediocre film de Ridley Scott. También destaca un Steve Buscemi en un rol bastante distinto a los que está acostumbrado a hacer; y es que con la llegada de la vejez, este actor un tanto encasillado en personajes siempre con un punto de extravagancia está consiguiendo una variedad de registros ciertamente interesante. En un papel de escasa enjundia para su talento aparece una Chloë Sevigny que, ciertamente, es bastante mejor que esta jockey de poca monta (nunca mejor dicho...) y aún menos trastienda.
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