Para la vida no hay mandos a distancia ni moviolas que rebobinen. Sólo se vive una vez, siempre hacia delante, sin marcha atrás. Y así lo comprende demasiado tarde el mayordomo Stevens, tras toda su existencia entregada al trabajo entendido como un sacerdocio, cuando intenta, inútilmente ya, buscar a la mujer que pudo iluminar su vida y darle un rumbo distinto. Ésta es la historia esencial de Lo que queda del día, otro ejercicio de estilo magistral a cargo de James Ivory, otro “tour de force” de ese trío único que forman la guionista hindú Prawer-Jhabvala y el productor Ismail Merchant, junto al director, ya desde los tiempos de Oriente y Occidente o Una habitación con vistas.
Pero este soporte primordial se enriquece en todo un juego de matices y líneas paralelas: el lord inglés simpatizante de los nazis poco antes de la Segunda Guerra Mundial, el microcosmos de la gran mansión con su legión de servidores, la figura del norteamericano, la búsqueda final del ama de llaves… todo un universo que parte, curiosamente, de la novela de un japonés, Kazuo Ishiguro, afincado en el Reino Unido.
Por supuesto que Lo que queda del día, como ya sucedía con Regreso a Howards End, bordea la ilustración academicista o el pulcro esteticismo. Pero hay demasiada exactitud en los retratos humanos, hay demasiada sabiduría en la narración para caer en ello, cuando además se cuenta con otra soberbia actuación de Anthony Hopkins (increíble matizador de gestos y detalles) y con el pálpito vitalista que Emma Thompson sabe dar a todos sus personajes. Por eso la cinta trasciende de su belleza y su grandeza visual, de sus excelentes soportes formales para ir un poco más allá y sabernos dar, sabernos ofrecer la amargura final de estos seres: el vacío de este hombre formalista o la decepción de esta mujer que no supo transmitirle su opción para otra vida, fuera de los muros castradores de esta gran tumba-mansión.
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