No me gusta el llamado “cine de tazón” (películas españolas sobre la postguerra) cuando se aplica un maniqueísmo tan falaz y lamentable como el que se estilaba, a la inversa, durante el franquismo. Pero cuando se hacen trabajos matizados, cuando, en definitiva, se hace cine, ya estamos hablando de otra cosa.
Esta Los girasoles ciegos no ha tenido muy buena acogida, ni de público (lo que era de esperar, teniendo en cuenta las prioridades actuales del espectador español) ni, lo que es peor, de crítica. Y lamento (mejor dicho, no lamento, qué demonios) disentir de esa opinión. No es una obra maestra, ni mucho menos, pero hay buenas ráfagas de cine en esta historia peculiar que presenta dos perspectivas muy distintas: la de los vencedores en la Guerra Civil, concretada en un diácono atormentado por sus dudas sobre su vocación, soldado activo en el reciente conflicto bélico; y la de los vencidos, plasmada en la familia que ha de vivir en la semiclandestinidad, con una apariencia de afección al régimen de la mujer y el hijo, pero con el marido encerrado en casa como uno de los célebres “topos” que durante la postguerra se vieron obligados a enclaustrarse para no ser “paseados”, el terrible eufemismo que los franquistas utilizaban para llevarse a los rojos y despacharlos muy aseadamente junto a la tapia del cementerio del lugar.
Cuando ambos mundos se interrelacionan, comienza el conflicto: el seminarista siente que le hierve la sangre ante la supuesta viuda; ésta, abandonada en sus necesidades carnales por un marido encerrado en sí mismo, además de encerrado en la casa, siente la lacerante tentación de la coyunda urgente, aunque (desoyendo a Oscar Wilde, que afirmaba que la mejor forma de acabar con una tentación es caer en ella…) su papel de amantísima esposa de una víctima de la ignominia franquista la refrenará con éxito. Pero cuando el diácono se torne obsesivo con la mujer, todo se precipitará.
Hay una atmósfera de turbiedad en las escenas que comparten la supuesta viuda y el solícito seminarista salido que es de lo mejor del filme: el rostro torturado de Verdú, entre la llamada de la carne y la lealtad al marido, es todo un poema, en una de las mejores actuaciones que recordamos de Maribel, tan competente actriz cuando está bien dirigida, como es el caso, como mediocre intérprete cuando la dejan a su aire.
Más sorprendente es el notable papel que representa el joven Raúl Arévalo, al que nunca habíamos visto en un personaje tan complejo, un hombre que cree haber escuchado la voz de Dios, pero al que la crueldad sin límites del ser humano en guerra y la convulsión de las hormonas convierten en un muñeco atribulado.
José Luis Cuerda demuestra de nuevo su buen hacer en la dirección, como tiene acreditado en películas como El bosque animado o La lengua de las mariposas, curiosamente ambientadas también hacia la mitad de siglo en España, como ésta; afortunadamente, se deja de memeces como Amanece, que no es poco, por muy película de culto que supuestamente sea (a este paso va a ser película de culto hasta Pepito Piscinas…). Claro que, si tenemos que ser realistas, el bueno de Cuerda pasará a la Historia del Cine Español no por sus películas, sino por haber sido el descubridor y mentor de Alejandro Amenábar… En fin, José Luis, mejor es eso que nada, ¿no?
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