Los que no fuimos a la guerra fue producida en 1962 por Saroya Films, con la que el año anterior había filmado Diamante su guión Velázquez y lo velazqueño, un documental de arte con comentario de Enrique Lafuente Ferrari, narrado por Fernando Rey y musicado por Narciso Yepes.
Este primer largometraje del cineasta gaditano tiene como punto de partida la obra homónima de Wenceslao Fernández Flórez, impropiamente llamada novela ya que más bien responde a una sucesión de anécdotas; acaso por ello, el escritor gallego se resistió, en un principio, a conceder su beneplácito al director cinematográfico. El guionista seleccionó el material original y le añadió una diversidad de nuevas secuencias, al tiempo que creó nuevos personajes y extendió la significación de otros más allá de lo apuntado en el texto literario; traspasado el inicial propósito pacifista, subrayará la faceta humorística apuntando sobre “dos serios problemas: la guerra y la incomprensión”.
Este aspecto parece escaparse del propio filme cuando la censura franquista obligó a cortar abundantes fragmentos y a manipular secuencias así como a que se procediera a una modificación del título, convertido desde entonces en Cuando estalló la paz. Para evitar cualquier relación con la guerra civil española, la sometió a cuatro años de veto antes de proyectarse comercialmente en salas sin poder olvidarse de su elección por el Festival de Venecia. Con posterioridad, la copia existente en la Filmoteca de Varsovia permitiría reconstruirla hasta adecuarse a su primitiva versión original.
Su argumento se sitúa en una ficticia ciudad española llamada Iberina. Un anciano sale de un cine donde proyectan una película bélica; rememora su vida y la incidencia de la guerra en ella, como sostiene, en la conversación última con quien pudo ser su esposa. La guerra mundial de 1914-1918 condicionará el contexto político-social de la ciudad y de ello se derivarán múltiples consecuencias. La monotonía de la vida provinciana se ve alterada por el posicionamiento de “germanófilos” contra “francófilos”; tal es el caso de Don Arístides y Don Amado, así como de sus respectivas familias, incluidos novio, Javier, y novia, Aurora.
Javier verá fracasar su noviazgo con Aurora por perder su empleo en el periódico local, víctima de la venganza “política” de un francófilo e, igualmente, lo perderá como “explicador” de sesión germanófila en el cinematógrafo de Fandiño (véase CRITICALIA: El explicador del cine mudo en el sonoro II), como viajante y vendedor de aparatos ortopédicos con los más íntimos artilugios, como chupatintas de un banco donde se juega arriesgada y tramposamente con el dinero del cliente (cual “preferentistas” contemporáneos), etc. Junto a él, Aguilera es otro cesante o parado que no se arredra por fracasar públicamente en surrealistas invenciones, y como él, se mueve en busca de trabajo, de cualquier trabajo, salga bien o mal. No faltan en este mundo sainetesco personajes como el poeta local, el embaucador cara dura, la vecina cupletista en arrabales madrileños, el grupo de boy-scouts, tan ridículos como su jefe, etc.
El tema básico del film desarrolla una de las preocupaciones del director reiteradamente expuesta en sus películas inmediatamente posteriores: la azarosa vida laboral del hombre y la mujer junto a su incidencia en el amor, la convivencia, el sexo. En el cruce de estos dos elementos, trabajo y amor, establece el guionista las pautas vitales de sus personajes. La película funciona como una obra coral donde el espíritu del genuino sainete se codea ocasionalmente con abundantes rasgos, tanto iconográficos como verbales, de suavizado esperpentismo y donde la monótona y jerarquizada vida provinciana marca la existencia de la gente sea, momentáneamente o para siempre.
La habilidad de Diamante para adornar ciertas partes de la historia lo hace componiendo canciones relativas a algunos personajes: el pasodoble para el torero Marcianito, el himno para los jovenzuelos uniformados, el cuplé para la “reina” del casticismo madrileño. En efecto, en el baile de Ricote encuentra Javier a su antigua sirvienta, convertida ahora en la “cantante” Flor de Alelí (sic), quien “entona” canciones cuya letra, intencionadamente puestas por el guionista en boca de la actriz Gracita Morales, en acertado papel, explican cómo “canta el ruiseñor: pi-pí-pí” o qué le dice “el gorrión go-go-go”.
El film, retomando su primitivo título, Los que no fuimos a la guerra, ha comenzado a gozar de notable apreciación crítica y de justa consideración histórica como lo prueban su presencia en retrospectivas, festivales y homenajes, así como en estudios generales relativos a la generación del director o particulares sobre el género en el que se inscribe.
96'