Yôji Yamada es toda una institución en Japón. Cuando se escriben estas líneas tiene 86 años y siguen escribiendo guiones y dirigiendo películas. Su cine está muy apegado a la tradición japonesa, desde el fomento de la familia clásica a las artes marciales niponas, sin olvidar un costumbrismo realista que recuerda, de algún modo, el cine de Yasujirô Ozu, el maestro de maestros, referencia que no es baladí si tenemos en cuenta que Yamada ya versionó en Una familia de Tokio (2013) la película más reconocida de Ozu, Cuentos de Tokio (1953). Con ese mismo equipo de intérpretes afronta ahora esta nueva vuelta de tuerca a la tradición en Maravillosa familia de Tokio, en la que cuenta el conflicto que se plantea en un típico clan tokiota cuando la madre, coincidiendo con el cincuenta aniversario de boda, pide el divorcio al marido. La convulsión en el seno de la familia será tremenda, y los miembros de la misma intentarán gestionar esta petición, para ellos sorprendente tras tantos años de convivencia.
Pero lo cierto es que Maravillosa familia de Tokio no termina de convencer. Juega la carta de la comedia amable, con algunas aristas, pero el tono, entre el “slapstick” y el “nonsense”, no parece precisamente el más adecuado para el tema. Es evidente que el veterano cineasta nipón busca descargar de dramatismo el asunto del divorcio en una pareja de avanzada edad, pero también que hay tonos que no casan, y en este caso las patochadas de esta familia (que en Occidente podrían pasar perfectamente por disfuncionales, cuando no por bobos redomados) parecen disonantes, por utilizar la palabra que usa en un momento dado el hijo menor de la familia, el único que tiene seso de este grupo de tarados.
Y lo cierto es que el planteamiento argumental, en principio, parece estimulante: la “materfamilias” (ya sé que no existe, ni en español ni en latín, esta palabra, pero, si existe paterfamilias, ¿por qué no su equivalente femenino?), harta de la grosería, el desprecio, las continuas muestras de desapego del viejo al que viene soportando desde hace cincuenta años, da en imaginar una vida distinta, sosegada, en el ambiente cultural literario que ha descubierto recién, disfrutando de sus últimos años de vida haciendo lo que realmente le gusta hacer. El grupo familiar de memos (salvo el hijo menor, como tenemos dicho) buscará la forma de evitar el divorcio, y sólo una inesperada situación sobrevenida parece poder evitarlo.
Pero la resolución parece de lo más conservador, de lo más rancio: si unos calcetines doblados (quiero pensar que como símbolo…) tienen un poder que ríase usted de Supermán, aquí hay algo que no funciona. ¿Pueden cincuenta años de continuo desdén corregirse por un humilde par de calcetines pulcramente doblados? Cine pues que busca torticeramente pastorear al público hasta sus muy reaccionarios postulados, Maravillosa familia de Tokio es, sin embargo, una película que se deja ver agradablemente en sus graciosos diálogos y situaciones, con un guion escrito por el propio Yamada y su habitual libretista, la escritora Emiko Hiramatsu; eso sí, las comparaciones con el cine de Ozu resultan del todo infundadas, salvo en lo groseramente superficial.
Es llamativo el hecho de que los personajes más mentecatos de esta familia de mentecatos sean precisamente los varones: el abuelo, grosero, estúpido, machista, egoísta, por citar sólo algunos de sus muchos defectos, y sin una sola virtud; el hijo mayor, imbécil redomado, visceralmente volcado en su trabajo, materialista “ad nauseam”; el yerno, el bobo mayor del reino (uy, perdón, del imperio…), con una capacidad innata para meter la pata continuamente; menos mal que el hijo pequeño es lo más parecido a un tipo normal. Las mujeres, por el contrario, están algo más matizadas: la abuela, que parece haber encontrado el nirvana en su vocación literaria y en la posibilidad de escape del metafórico encarcelamiento que dura ya medio siglo; la hija, irascible y superficial, de vocación pendenciera; la nuera, típica y tópica ama de casa tradicional volcada en el cuidado del marido y los hijos, pero a la que empiezan a hinchársele las narices ante los continuos desplantes del botarate del esposo.
Yamada tiene cierta tendencia al subrayado, como si tuviera que explicar al espectador algunas cosas que parecen evidentes. No obstante, el filme está bien narrado y se sigue con agrado, aunque las majaderías de los personajes, con cierta frecuencia, exasperen al espectador. Los intérpretes, como es tan habitual en el cine japonés, tienen una exagerada tendencia a la sobreactuación, no sé si por influencia del teatro kabuki.
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