El caso de Enrique Herreros es, seguramente, único en el cine español, por no decir en la cultura española del siglo XX. Se le podría llamar con toda propiedad un artista renacentista: excelente dibujante, también estaba dotado poderosamente para el humor, realizando numerosas portadas de la famosa revista La codorniz, un emblema de la comicidad en la época del franquismo (que no franquista); también fue cartelista, pintor, grabador, actor, guionista y director; además de mánager y representante de artistas, singularmente de Sara Montiel, de quien lo fue durante muchos años.
Como director lo cierto es que tiene una exigua filmografía, pero esta María Fernanda, “La Jerezana” evidencia que tenía un talento innato para el cine. Es una película realmente extraña en el panorama cinematográfico español de los años cuarenta, en los que predominaba la exaltación patriotera, el folclorismo, la comicidad de baja estofa y productos de semejante jaez. En ese contexto, que alguien hiciera un thriller era algo realmente extraño. Eso fue lo que hizo Enrique Herreros, aunque su tiempo histórico no era el más adecuado para situar una historia de crímenes (ya se sabe que en la España de Franco “no había criminales”, salvo los rojos, pero a esos no se les podía sacar –salvo excepciones-- en pantalla…), así que el guionista y director tuvo que situar la acción a principios de siglo, en Madrid, en un momento histórico neutro para el régimen.
Una mujer aparece muerta una mañana: es una antigua cantante de ringorrango venida a menos, pero la investigación judicial se cierra en falso con un carpetazo, atribuyéndose el asesinato, al no encontrarse pruebas concluyentes, a un robo con violencia. Pero el comisario que investigó el caso no se queda satisfecho, y una carambola del destino hace que, tiempo después, reabra las indagaciones…
María Fernanda, “La Jerezana” es el caso típico en el que la forma se come al fondo, en el que el continente es muy superior al contenido. De esta manera, la película se inicia con una secuencia, la del crimen, de casi cinco minutos en la que apenas se dice palabra alguna (un par de voces de un sereno, y poco más): toda la acción está resuelta a través de imágenes y música, con un tono marcadamente expresionista que recuerda el famoso movimiento cinematográfico alemán de Murnau, Pabst y Wiene, entre otros; pero es que incluso en algunos momentos recuerda poderosamente a imágenes que proceden, ¡oh, anatema!, de los mismísimos cineastas soviéticos de los años veinte, singularmente Eisenstein y Pudovkin. Pero ese tono cultista no se queda en esos primeros cinco minutos, sino que toda la película está pespunteada de él, con imágenes barroquizantes, planos cenitales, llamativos juegos de luces y sombras… Sorprendente, realmente sorprendente en un tiempo en el que el cine con intencionalidad artística, en España, brillaba por su ausencia.
La narración, en cambio, es muy inferior, una más bien elemental historia de crimen no resuelto, con el manido recurso a la pareja de hermanos gemelos con su correspondiente suplantación de personalidad. Sí es cierto que llama la atención el tono amoral de uno de los personajes, el llamado Prado Rey, un crápula, un tipo infecto que concita en su persona toda suerte de pecados, algo muy poco visto en el cine de aquellos tiempos, donde el buenismo era la tónica imperante en todo tipo de roles.
Obra extrañísima, auténtica rara ave, el incendio del local donde se conservaba el negativo del filme hizo que se tuviera que realizar un auténtico trabajo de orfebrería a partir de dos copias en mal estado para conseguir, afortunadamente, su restauración.
En la interpretación brilla una Nati Mistral que inició su carrera en el cine con este doble papel; pero el que sin duda está espléndido en su personaje amoral es José Jaspe, un secundario de lujo que bordó su papel de villano más allá de todos los vicios (¡en pleno franquismo!).
98'