Esta película está disponible en el catálogo de Netflix, Plataforma de Vídeo Bajo Demanda (VoD).
Mi vecino Totoro fue la tercera película de Hayao Miyazaki para Studio Ghibli, y a pesar de un modesto éxito de público, dicho personaje acabó convirtiéndose en el logo de Ghibli para el resto de sus producciones y en icono de la empresa (el museo Ghibli en Tokio está lleno de vidrieras ilustradas con escenas de la película, auténtica catedral dedicada al anime).
Mey, de cuatro años, y Satsuki, de once, se mudan con su padre a una nueva casa en el campo donde esperarán la recuperación de su madre, interna en un hospital. Las niñas descubrirán, tanto en la casa como en el bosque, seres mágicos, entre los que destaca Totoro, el rey del bosque, un descomunal y tierno bicho que despertará en las hermanas auténtica fascinación. En realidad, no ocurre mucho más, montan en bici, llueve, llega un telegrama un tanto alarmante acerca de la salud de la madre (pero que al final no es nada, no se preocupen), corretean alegremente por el bosque, una niña se pierde, hacen la colada, vuelan en un gatobús, en fin lo típico de la vida bucólico-pastoril. Y de fondo, el tono nostálgico con el que se retrata la vida rural de mediados de los cincuenta y que parece ilustrar el respeto por la naturaleza tan arraigado en la cultura nipona a través del sintoísmo.
El filme destila ternura y un humor blanco y risueño que encantará a los niños, aunque quizás dejará un tanto indiferentes a aquellos espectadores que conocieron a Miyazaki a través de algunas de sus producciones posteriores, como la magnífica El viaje de Chihiro, de una complejidad que se echa en falta en Totoro. Pero ¿qué querían? Es una película para niños. La trama es sencilla, los personajes alegres y llenos de vida, el humor muy ingenuo… pero también contiene elementos de una gran plasticidad que son de destacar, desde la bella partitura de Joe Hisaishi, que ilustra, tan eficazmente, las delicadas imágenes dibujadas sin efectos digitales, hasta el ritmo de la trama (un tanto inexistente, la verdad), que nos devuelve a un tempo pausado muy alejado de la estresante vida de las ciudades.
Como siempre en las obras de Miyazaki, la fantasía forma parte de la vida cotidiana, y una vez más desde sus películas invita a los niños (y a los no tan niños) a que la descubran a su alrededor si saben mirarla. Esta constante es quizás también un rasgo muy característico de la cultura nipona, si tenemos en cuenta que es una sociedad en la que el consumo de anime y manga llega a cifras descomunales y no sólo entre niños y adolescentes.
Evidentemente, la fantasía supone una eficaz forma de escape, en una sociedad tan constreñida como la japonesa, en la que la presión social se hace insoportable para muchos individuos, que acaban suicidándose o encerrándose en su habitación para limitarse a consumir productos de ficción, incapaces de enfrentarse con la realidad (esos hikikomoris a los que alimentan sus padres con tranchetes por debajo de la puerta, pero a los que no les quitan el ADSL).
En fin, Totoro nos propone también esa apuesta por la fantasía como salvación, y la verdad es que convence, con su dulzura y su candor… Algunos, al verla, rememorarán los tiempos de merendar pan con nocilla viendo a Heidi, Pedro y el abuelo por la tele, aquella época en la que los problemas parecían reducirse a encontrar a una cabra perdida (díscola Copo de Nieve). En fin, la nostalgia.
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