No comparto la (más bien generalizada) decepción crítica con respecto a esta Noé. Vamos, tampoco me parece la Octava Maravilla del Mundo, ni Antiguo ni Moderno, pero sí me parece que tiene valores cinematográficos que la salvan de la mediocridad que muchos han querido ver en ella.
Darren Aronofsky, su director, es un cineasta extraño en Hollywood, cuyos filmes difícilmente dejan indiferentes. Desde su primer largo, la rarísima Pi, hecha con tres perras gordas pero una imaginación desbordante, hasta esta Noé, rodada con muchísimos más medios económicos y técnicos, hay una distancia sideral en cuanto a recursos, pero también es cierto que, si comparamos artísticamente, aquella primera y pobretona (en lo económico, que no en otra cosa) película era mejor que ésta tan costeada.
Pero Noé no es (no me he podido resistir al juego de palabras, casi un calambur) una mera megaproducción USA que aspire a reventar taquillas (bueno, sí, pero no sólo eso). Estando de por medio Aronofsky, un cineasta complejo, además de evidente etnia judía, la visión de la historia de este hombre al que Yahvé encargó la construcción de un arca para salvar a los animales y destruir la maldad del ser humano, no podía ser una mirada estándar. Era seguro que no íbamos a asistir a la típica, aplicada, pulcra (sigan poniendo adjetivos del mismo jaez) obra del competente artesano pero nulo creador, tan frecuente en Hollywood, sino que iba a tener peso específico, como así ha sido.
Tiene Noé varias cosas de interés: por una parte, una notable capacidad visual, con algunas escenas deslumbrantes, como la que nos hace ver a los animales terrestres, dentro del sueño del protagonista, nadando desde el fondo marino hacia la silueta difusa del arca en la superficie: una imagen que no hubiera desdeñado el mismísimo Dalí, surrealismo puro, los rumiantes y otros vertebrados similares buceando como si fueran avezados peces, en pos de la salvación en el arca. Otra de sus virtudes es la (desconocida) aptitud de Aronofsky para poner en escena batallas de imborrable recuerdo, como la que tiene lugar entre los hombres y los vigilantes, los extraños, divinos seres no muy lejanos a los ángeles que, como el Luzbel bíblico, cayeron en desgracia y Yahvé los condenó a convertirse en monstruosos montones de piedra ambulantes, con su pesada carga de nostalgia por lo que fueron, en una más que interesante lectura judaizante del mito de Prometeo, y con una iconografía que recuerda poderosamente al Golem, una de las leyendas más curiosas del judaísmo.
Pero es que hay más: el meollo de la historia está muy lejos de los intereses habituales de las masas que siguen este tipo de blockbusters: el tema real de Noé es, ni más ni menos, la lucha entre obligación y devoción, entre el deber y el amor, entre la obediencia ciega y la posibilidad de elegir. Y ahí es donde Aronosfky gana (en el filme) y pierde (en su repercusión económica): tema complejo, de muy diversas aristas y no precisamente para reflexionar sobre él mientras uno se zampa un paquete de palomitas y un refresco de cola, su exposición, que llena a ráfagas la primera parte de la película y la colma a partir de su ecuador, ha debido echar para atrás a ese público medio que esperaba espectáculo sin tasa, un poco de religiosidad Reader’s Digest y grandes efectos especiales. Los F/X están, desde luego, además con notables hallazgos, como ese comienzo del Diluvio Universal, con sus cuarenta días y cuarenta noches, que más parece un impresionante tsunami, con un maremágnum (nunca mejor dicho) de aguas que lo colma todo: por tierra, con furiosos géiseres de incalculable potencia; por mar, con la arrebatada invasión de la faz de la Tierra por las aguas marinas; por aire, con una lluvia inmisericorde que, como el rayo de Miguel Hernández, no cesa.
Pero aún hay más: juega Aronofsky con un interesantísimo concepto: la saudade del Paraíso Perdido, en una generación de hombres que aún recordarían, y tan intensamente, aquel Edén del que fueron expulsados por la decisión del ser humano de actuar contra los designios de Yahvé: estamos entonces en un momento en el que todavía el hombre era capaz de recordar cuando fue feliz, parecería que para siempre, en ese mundo idílico creado por Jehová en seis días. Los distintos caminos de regreso al Paraíso se solapan, cuando no se oponen: el que propugna el propio Noé, intentando comprender los designios de Dios, primero como salvación del género humano en un arca que ponga a buen recaudo lo mínimo imprescindible para ello, después llegando a la conclusión de que lo que se le pide es la exterminación misma de la especie humana; o el que propugna Tubal-cain, de la estirpe del mismísimo Caín, que imagina un regreso al Edén desde la perspectiva del ser humano creado a imagen y semejanza de Yahvé, pero también sin renunciar a sus lacras, a sus vicios, a su propia esencia, Bien y Mal en una misma especie.
Así que Noé tiene bastante más interés del que ha querido ver la generalidad de los colegas de la crítica, pero estamos acostumbrados ya en el gremio al sanchopancismo y al seguidismo de los popes.
Entre los intérpretes resaltaría el gran trabajo de Russell Crowe, por una vez un tanto alejado de los héroes violentos que suele componer, aunque aquí también tenga varias escenas de acción; pero es mucho más interesante su lucha interior, su alma demediada entre la entrega absoluta a su dios y el amor devastador hacia la inocencia de su propia sangre.
Del resto del reparto me quedo con una Jennifer Connelly cuyo personaje es muy distinto a los que suele interpretar. Sobre todos, como era de esperar, un Anthony Hopkins como Matusalén, el hombre más viejo sobre la tierra, también el más sabio, en uno de esos personajes que el actor galés hace inolvidables. Atención a Logan Lerman, el intérprete de Cam, el hijo intermedio de Noé (y el maldito, según el Antiguo Testamento, aunque aquí el pasaje de su maldición –su burla hacia el padre beodo y desnudo-- esté hecho con una torpeza que no se corresponde con el resto del filme), un joven que recuerda poderosamente al Christian Slater de El nombre de la rosa, y con una rara capacidad para transmitir emociones con el mero recurso de su rostro, no precisamente gesticulante.
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